viernes, 22 de enero de 2010

EL SUSPENSO



            Me sacudí la gabardina tan pronto como entré en el vestíbulo de la Facultad. Era una tarde gris y plomiza del mes de septiembre, y había estado lloviendo todo el día. En la escalera, saludé a algunos amigos a quienes no veía desde los exámenes del mes de junio. Cuando llegué a la segunda planta, algunos compañeros comentaban en voz baja su futura suerte; otros paseaban por los corredores intentando inútilmente repasar algunos apuntes. Flotaba en el ambiente preocupación e incertidumbre.

            Me acerqué al tablón de anuncios donde figuraba la hora del examen de aquella asignatura que no me había presentado el curso anterior, y que me había obligado a estar estudiando durante todo el verano. En el grupo de alumnos que, como yo estaban junto al tablón de anuncios, percibí un perfume característico que me recordaba a alguien en especial. Puse mi mano sobre su hombro. La sonriente cara de Laura se volvió hacia mí. Yo la había conocido siempre sonriente, de buen humor, con unas sonrosadas mejillas que la hacían resaltar más sus ojos claros. Sin embargo, aquel día me parecía distinta, y su causa no me era desconocida. Tenía, como yo, pendiente el examen de Economía Política, entre otros. No había tocado el libro ni los apuntes en todo el curso. Su hoja de estudios, repleta de faltas y no muy buenas notas, no aseguraban en nada el resultado halagüeño del examen.
            –Hola. ¿Cómo te ha ido este verano? –se volvió hacia mí–. El examen es a las cinco y media. ¿Cómo está el ánimo?
            –Pues si te voy a decir la verdad, no me acuerdo de nada de lo que he estudiado. Estoy completamente en blanco –le repuse.
            Cuántas veces había deseado estar junto a la simpática Laura que derrochaba afabilidad. No era muy alta. Llevaba el cabello largo color castaño y tenía los ojos muy claros que cuando te miraban parecía que te taladraba. Yo la había conocido a principios del curso anterior cuando traspasaron su expediente desde la Facultad de León, ya que su padre era funcionario de Correos, y lo habían trasladado. Durante algunos meses habíamos salido juntos, y llegué a apreciarla algo más que lo normal entre compañeros. En el mes de Junio, cuando nos despedimos, quedamos en llamarnos por teléfono en alguna ocasión. Ninguno de los dos lo había hecho. Sin embargo, ahora no había ningún reproche de ninguno de los dos; lo que nos preocupaba era el examen.
            Y llegó la hora. Sonaron gangosas campanadas en el viejo reloj de pared cercano a secretaría. El bedel, un hombre de elevada estatura y agrio carácter, se dirigió con paso vacilante hacia el aula nº 6, e hizo sonar dos fuertes palmadas que incrementaron el estrés del grupo de alumnos que se había congregados en los alrededores.
Fuimos entrando lentamente y en silencio, y nos colocamos en los sitios que se nos indicó. Se nos entregaron unos sobres con los ejercicios, y tras consultar el reloj, el catedrático que presidía el tribunal, dio la orden de empezar.

            Los minutos transcurrían en medio del mayor silencio sólo turbado por el ruido del aguacero, que acababa de empezar, y que pegaba fuertemente en los cristales del aula. Llevábamos unos diez minutos trabajando, cuando de pronto, una bolita de papel que llegó por los aires vino a depositarse sobre mi mesa. Uno de los ayudantes del tribunal se levantó en aquellos instantes y vino hacia mí. Escaso fue el tiempo para ocultar la bolita de papel en el hueco de la mano y seguir escribiendo. Creí que me había visto, pero afortunadamente no fue así. Dio una vuelta hasta el final del aula, finalmente, se sentó de nuevo y continuó corrigiendo unos exámenes de otros cursos.
            Fue entonces cuando desplegué el papelito. Una letra recta, había escrito con letras indecisas –¿Cual es la obra fundamental de Adam Smith?–. No había ningún nombre, pero no importaba de quien era. Todos sabíamos lo que había que hacer en casos así: escribir la respuesta al dorso y enviarla por donde había venido. Después el autor se encargaría de recogerlo. Disimuladamente volví la cabeza, y encontré detrás de mí a Laura. Estaba intentando localizar con disimulo unas hojas de apuntes que llevaba ocultas bajo su traje de chaqueta. Me miró suplicante. Escribí la respuesta en el papel, lo volví a arrugar y mediante un brusco movimiento lo envié a la mesa de atrás. Vi como Laura la recogía y continué con mi ejercicio.
             No fue ésta la única vez que el extraño mensajero voló sobre mi mesa, y siempre volvió a su origen con la respectiva respuesta.
            Pasó el tiempo más rápido de lo que hubiese querido la mayoría. Había ya terminado cuando con dos palmadas el catedrático dio por concluido el examen y empezó a recoger los ejercicios. Firmé y, tras darle el último y rápido repaso, y convencerme de que todo estaba bien, entregué los folios. Recogí mis apuntes y salí del aula que parecía faltar en aire para respirar. A través de los ventanales vi que ya no llovía con tanta intensidad. Cuando me volví, Laura ya se había marchado.
Ya en el corredor la encontré esperándome, y vino enseguida a mi encuentro. 
        –Juanjo, ¿Qué tal te ha ido? –se interesó.
            –Bastante bien. He respondido a todo. ¿Y tú?
            –Algo apuradilla –me respondió–. Gracias por todo –y dibujo en sus labios una más que afectuosa sonrisa.

            Serían cerca de las nueve de la noche cuando salimos de la Facultad. La lluvia había empezado a declinar. Yo estaba tranquilo, pues había contestado a todas las preguntas, y, por otra parte, aquella asignatura no era para mí una de las más difíciles del curso.
Acompañé a Laura hasta su casa. No vivía muy lejos y nos fuimos caminando. Pasamos por los jardines de la Facultad que en aquellas horas se encontraban desiertos y faltos de vida. Una alfombra de hojarasca empezaba a cubrir los suelos. Flotaba en el ambiente un intenso olor de tierra mojada. Una ligera brisa se había levantado y azotaba nuestros rostros. Al amparo del paraguas de Laura, hablamos de nosotros: del curso, de las asignaturas, de las esperanzas y de las ilusiones que teníamos puestas en nuestra carrera. Luego callamos y anduvimos en silencio. No teníamos prisa. Tras unos instantes Laura empezó a hablar del curso anterior.
            –Lo pasábamos bien, ¿verdad? –dijo con nostalgia.
            –Sí –le conteste–. Además, creo que entre tú y yo dejamos algo pendiente.
Ella me miró extrañada.
            –Sí. Si mal no recuerdo teníamos una cita para ir a bailar una tarde, pero como al final del curso todo se precipitó... –le dije.
            A finales del curso, en el mes de mayo, se había producido un ligero incendio en la Facultad, y como consecuencia del mismo algunas aulas quedaron bastante maltrechas. Los exámenes se retrasaron y luego se tuvieron que hacer precipitadamente en pocos días, pues las obras de rehabilitación empezaban para tener todo listo para el curso siguiente. Yo únicamente me iba a presentar de alguna asignatura pues, como estaba trabajando, me matriculaba en asignaturas sueltas. El último día no me pude despedir de ella; lo sentí. Habíamos pasados unos meses muy agradables los dos. Yo me encontraba muy a gusto con Laura y creo que a ella, yo tampoco le era indiferente.
            Seguimos recordando aquellos meses, y cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos frente a su casa. Hubiese querido besarla, pero ni siquiera lo insinué. Fue una despedida afectuosa pero corta.


            A la mañana siguiente me levanté temprano. Estaba desayunando, cuando sonó el teléfono. Era Laura.
            –¡Hola, Juanjo! ¿Cómo estás?
            –¡Hola! ¿Tienes la costumbre de servir de despertador?
            A través del auricular oí que reía de buena gana.
            –No, nada de eso. Es que anoche me llamaron los demás por teléfono. Piensan hacer esta tarde una pequeña fiesta a la que estamos invitados. Me gustaría ir contigo ¿Qué te parece? ¿Tienes algún compromiso?
            –Desde luego que no. Es demasiado pronto para tener ya compromisos. Pero... estoy pensando algo mejor. ¿Por qué no concluimos algo que dejamos sin acabar al final del curso pasado? ¿Quieres venir a bailar esta tarde?
            –¿Adónde iremos? –no era una pregunta; más bien una aceptación.
            –No lo he pensado, pero ¿qué te parece a Rigat?
            –De acuerdo. Pásame a buscar a eso de las seis.
            Colgué el auricular y sentí algo muy especial. «¿No sería que...? Acaso me estaba empezando a enamorar de aquella muchacha. No podía ser. Había estado con ella durante todo el curso anterior, y no me pareció que...» Aparté aquella idea de mi mente.

            A la hora de la comida, me llamó por teléfono un amigo para invitarme a la fiesta de aquella tarde. Decliné la invitación alegando que tenía otro compromiso.
            –¿No vienes? Oye va a venir cierta persona que creo que te interesa. La llamé anoche, y me dijo que no faltaría. Sé que vendrás si adivinas a quien me refiero.
            –Lo siento. No puedo ir. De todas las maneras muchas gracias.
            –De acuerdo, tú te lo pierdes. Pero si te interesa, esa persona es Laura Gral. Bueno si te decides ya sabes donde estaremos, en casa de Luis– y cortó la comunicación.
            Era cerca de las seis de la tarde cuando salí para ir a buscar a Laura a su casa. Me estaba esperando en la puerta. Llevaba una falda recta gris claro y un suéter azul pálido que le sentaba a las mil maravillas. La melena, recogida; e iba muy poco pintada. Noté algo de sombra en los ojos y un ligero toque carmín en los labios. Echamos a andar para salir a la Avenida.
            –¿Sabes que me ha llamado Luis para decirme que no quisiste aceptar la invitación, aun sabiendo que iba a ir yo?
            –Y tú ¿qué le dijiste?
            –Nada. No me dejó casi hablar. Me pidió si podía acompañarme a la salida, y además, me dijo que no tenías mucho interés por mí, ni lo habías tenido nunca.
            –¿Le creíste?
            –Tonto... –repuso melosa. Y cogió la punta de mis dedos.

            En aquella hora no había todavía mucho público en Rigat, por lo que pudimos ponernos una apartada mesita en un rincón bastante íntimo. Pedimos unas coca-colas, nada de alcohol nos habíamos dicho, y dejamos pasar las primeras piezas antes de salir a bailar. No recuerdo sobre que hablamos antes que empezásemos a hacerlo de nosotros. Sí recuerdo que le pasé el brazo por la espalda, la atraje hacia mí, y ella no se retiró. Le dije que después del examen, y antes de empezar el nuevo curso, pensaba ir unos días a Santander. Aquel verano no había estado de vacaciones. Había tenido que trabajar y a la vez estudiar para el examen.
Ella tenía familia allí, e iba bastante a menudo.
            –Creo que hará todavía tiempo de ir al Sardinero ¿Querrías venir conmigo?
            Ella se me quedó mirando suspicaz, y luego me dijo:
            –No sé si podré. Tengo mucho que hacer antes de que empiece el nuevo curso. Me voy a poner las pilas y a matricularme en todas las asignaturas del próximo curso.

            En aquellas horas, la pista ya estaba casi llena. Empezó a sonar la música lenta. La orquesta guardaba esa clase de piezas para la hora que empezaban a llegar las parejas. Salimos a bailar. Yo la única música que oía salía de mi interior, por lo que dudo mucho pudiera llevar el compás; claro que aquello no me hacía falta. Me encontraba con Laura, y sentía algo extraño cuando estaba con ella. Me arriesgué; me acerqué y la estreché más. Sentí en mi cara el embriagador perfume tan personal de ella
            –Ven a Santander –le dije en voz queda junto a su oído–. ¿Te acuerdas la última tarde que nos vimos el curso pasado? Me prometiste que...-. Su cara estaba sobre mi hombro, y oí que me decía igualmente en voz baja.
            –¡Calla! ...Me estoy sintiendo presionada... Al igual que mi cintura entre tu brazo.
            –Lo siento –aflojé; no mucho.

            Eran alrededor de la 10 cuando llevé a Laura en su casa. Al terminar la Avenida nos introdujimos por unas calles adyacentes. Noté como Laura me cogía del brazo tímidamente. No pasando su brazo sino cogiendo el mío con su mano. Llegamos a su casa. Cuando ya iba a entrar en el patio me incliné para besarla. Ella interpuso sus dedos entre nuestros labios y me dijo con cierto rubor:
            –Por favor. No lo hagas.
            Me retiré sin soltar su mano. Quedamos para la tarde siguiente ir al cine a la primera sesión y luego pasaríamos a recoger las notas del examen. Empezó a subir la escalera. Yo no solté su mano y nuestros brazos se estiraron. Me miro, bajó los dos peldaños que había subido y se quedó mirándome a los ojos. Luego se acercó, y me dio un beso en la mejilla. Volvió a subir presurosa y le oí cerrar la puerta.

            Al día siguiente, cuando salimos del cine nos acercamos andando hasta la Facultad. Había un buen trecho pero no nos importó. Aún tuvimos que esperar. Nosotros nos evadimos del resto que también estaban esperando las notas. Así, no teníamos que dar ninguna explicación sobre la falta a la fiesta en casa de Luis del día anterior.
            Cerca de las 8 y media sonó un timbre. El bedel tiró el palillo que siempre llevaba entre los dientes y, sin prisa, entró en el aula donde estaba reunido el tribunal. Oíamos algunas voces apagadas. En la calle empezó a llover nuevamente. La preocupación volvió de nuevo a la cara de Laura, y yo sonreí para calmarla. Transcurrieron unos minutos y el bedel volvió a salir con la misma calma que había entrado y se dirigió hacia la luz indecisa de una lámpara polvorienta. Enseguida se formó un corro a su alrededor. Luego fue pronunciando el nombre de los examinados, y entregándoles las papeletas.
            –Laura Gral –le oí decir al poco.
            Una mano se extendió por encima de mi hombro y enseguida un grito.
–¡Aprobada!
            La vi irse con otros compañeros. El bedel siguió con la relación, y casi al final...
            –Juan José de Andrés.
            –Traiga –tomé la papeleta con decisión, pero no llegué a sonreír. Sobre la litografía de la papeleta se leía la palabra SUSPENSO. La rompí en trocitos muy pequeños que al caer cubrieron el suelo semejando un blanco sudario. Sin saber porqué, caminé hacia la escalera y empecé a bajarla.
            Laura me adelantó en el primer piso. Intuyó lo que pasaba. Yo quise decir algo pero ella lo evitó poniendo su mano sobre mi boca a la vez que me decía.
            –Lo siento, cariño. No se puede tener todo.
            Los ojos claros de Laura me impidieron hablar, y continué bajando la escalera.
             En la calle, seguía lloviendo, ahora con fuerza. Laura abrió el paraguas y me lo tendió para que lo llevase yo. Entonces pasó su brazo por el mío y apoyó también la otra mano en el paraguas. Su cara quedaba así cerca de mí y su cabeza se apoyó en mi hombro.

            Hablamos poco mientras caminábamos. Nos adelantaron unos compañeros que habían salvado el curso. Yo, sin embargo, tendría que volver a matricularme de aquella asignatura. Eso impediría que pudiera matricularme en más asignaturas ya que con el trabajo no podía hacer todo. Me resultaba muy fatigoso trabajar y estudiar al mismo tiempo.
            Cuando llegamos a su calle me soltó. Tan sólo la tenue luz de unas farolas iluminaba el ambiente. El viento jugaba con las hojas secas de los árboles que empezaban a caer y se acumulaban al pie de los setos de evónimos; el fuerte viento de un otoño prematuro. Tuvimos que sortear un gran charco. Llegamos a su portal, Laura abrió y entró. Yo le seguí; no llevaba paraguas. Cerró el suyo y se me quedó mirando. Acerqué mi rostro a ella que estaba de espaldas a la pared. Y entonces sucedió. Dejó caer el paraguas, y sus brazos se asieron a mi cuello. Luego sus labios buscaron los míos y me besó. Sólo fueron unos instantes que casi no pude saborear. Se soltó de repente y empezó a subir la escalera. Ya en el rellano se volvió.
            –Sabes –me dijo –. Voy a ir a Santander contigo. Cumpliré mi promesa –y subió.

            Salí a la calle. Hacía un sol deslumbrante. Se sentía el aroma de los lirios primaverales que florecían en los parterres. En alguna imprecisa rama de los plátanos, sonó el trino de algunos pájaros que sin duda llamaban a su pareja. Todo era distinto; abundantemente hermoso. Me pareció.




El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.


UN LIBRO, UNA REFLEXIÓN







¡OH SEÑOR, TEN MISERICORDIA DE NOSOTROS Y CUIDA NUESTRAS ALAS ROTAS!


© Khalil Gibran

            


(Los espíritus melancólicos reposan al unirse a otros espíritus afines. Se unen efectuosamente, como un extranjero al ver a un compatriota suyo en tierras lejanas. Los corazones que se unen por la tristeza no serán separados por la gloria de la felicidad. El amor que se purifica con las lágrimas seguirá siendo eternamente puro y hermoso...) 


(... fue entonces cuando descubrí que los hombres, aunque nazcan libres, seguirán siendo esclavos de las estrictas leyes que promulgaron sus mayores y que el firmamento, que imaginamos inmutable, es la sumisión del día de hoy a la voluntad del día de mañlana, y la sumisión del ayer a la voluntad del presente)...


(...Selma tocó la mano de su padre. Estaba fría. Luego, la joven alzó la cabeza y miró el resto de quien le había dado la vida. Estaba cubierto por el velo de la muerte. Selma estaba tan anonadada por el dolor, que no podía derramar más lágrimas, ni suspirar, ni hacer movimiento alguno. Por un momento se quedó mirándolo como una estatua, con los ojos fijos; luego se inclinó hacia adelante hasta tocar el piso con la frente, y dijo:  "¡OH SEÑOR, TEN MISERICORDIA DE NOSOTROS, Y CURA NUESTRAS ALAS ROTAS!")... 

(...el niño nació al alba, y murió al llegar los primeros rayos de sol...) 

(...El cortejo salió del cementerio; el sepulturero se quedó cerca de la nueva tumba, sosteniendo una pala en la mano.
Me acerque y le pregunte: ¿Recuerda usted donde enterró a Farris Efendi Karamy?
Me miró un momento, y luego señaló la tumba de Selma y dijo:
Allí mismo; puse a su hija sobre él, y en el pecho de su hija reposa su nieto, y encima de ellos llené la fosa con tierra, con esta pala.
Y yo le dije: En esa fosa tambien ha enterrado usted mi corazón
Y mientras el sepulturero desaparecía detrás de los álamos, no pude más; me dejé caer sobre la tumba de Selma y lloré)              


"¡OH SEÑOR,TEN MISERICORDIA DE NOSOTROS, Y CURA NUESTRAS ALAS ROTAS!"




lunes, 23 de noviembre de 2009

EL HOYUELO






   


                 Margarita salió al porche llevando una bandeja con cuatro tazas para café y un plato de dulces. Se acercó a un grupo de tres mujeres que estaban sentadas alrededor de una sencilla mesa de jardín, donde previamente había extendido un mantel de alegres flores estampadas. Las tres mujeres eran amigas, y habían estado hablando, más bien cotilleando, acerca de su anfitriona. Una de ellas, la que parecía de más edad, se levantó para ayudarla.
              –Decíamos –le comentó– que desde que has vuelto, no parece que te afecte tanto vivir sola. Te han sentado muy bien estos dos años de tu trabajo en Madrid.
              –Pues sí, Mónica. Fueron meses muy angustiosos y me encontré muy abatida, pero me refugié en mi trabajo, y ahora estoy feliz –dijo Margarita.
              –La verdad es que nos sorprendió mucho que aceptases tan de repente aquel destino –intervino otra de las amigas– aunque siempre supusimos que era provisional, y que terminarías volviendo.

              Las cuatro jóvenes trabajaban desde hacía unos años en una Compañía de Seguros. Mónica era la secretaria y las otras dos, Paula y Mari Pili, junto con Margarita, se dedicaban a las tasaciones. Hacía dos años que Margarita había solicitado su traslado a la oficina central de Madrid, por cuestiones personales, dijo, y a partir de entonces, los pocos contactos que había tenido con sus tres compañeras habían sido telefónicos. Ahora, hacía pocos meses que había regresado a ocupar su antiguo puesto, y había convidado a sus tres amigas a pasar la tarde de aquel fin de semana en una casa con jardín que ocupaba en una urbanización cercana. La tercera de las amigas, Mari Pili, que aún no había hablado, se atrevió a entrar en la conversación.

              –Habrás hecho muchas amistades allí, supongo. ¿No? Y de hombres, ¿qué? Algún compañero habrá habido –dijo mientras la anfitriona volvía a entrar en la casa.
              –Mujer –dijo Paula bajando la voz–, ya sabes que Margarita no es de esas. Antes de irse hacía vida casi de monja. Lo único que salía era para ir al convento de las Descalzas para ayudar en el comedor social y a misa los domingos.
              –Yo –intervino la secretaria– jamás la he visto interesándose por ningún hombre y eso que no le ha faltado simpatía. Yo creo que en el fondo es muy exigente.
              –O ha habido en su vida un amor imposible, y no ha querido fijarse en otro –intervino Mari Pili.
              En aquel momento, Margarita volvió a salir al porche.
              –El café ya casi está listo –dijo, y colocó el azucarero y unas primorosas servilletas encima de la mesa.
              –¿Sabéis que el otro día me encontré con Javier? –dijo Paula. Hacía tiempo que no le había visto. Salía yo de hacer un peritaje cuando me topé con él. Por cierto que cada día está más atractivo. Hay un no sé que en su semblante que le hace muy interesante. Quizá sean esos ojos claros como los tuyos –dijo dirigiéndose a Margarita–, o quizá ese gracioso hoyuelo en el mentón. Hubo una temporada en que nos parecía que estaba coladito por ti.
              –Por cierto, la otra noche os vi que salíais del teatro, y por lo que pude ver no creo que os encontraseis por casualidad –dijo imprudente Mari Pili.
              Las otras dos amigas se miraron sorprendidas. No parecían saber nada.
              –¡Pero, Margarita! Acaso... A ver. Cuenta, cuenta –se interesaron todas ellas.
              –Yo los vi bastante acaramelados –dijo Mari Pili con maliciosa risa–, y hasta me pareció notar cierta intimidad. 
              Margarita se sintió ruborizar, y se levantó para ir a por el café mientras decía:
              –Lógico... Es mi marido.
              En el grupo de las tres amigas se hizo el silencio, y se miraron con un signo de interrogación a la vez que de asombro. Luego, como movidas por un resorte, se levantaron y se apresuraron a seguir a Margarita hasta la cocina donde ya el café empezaba a borbotear en la cafetera.
              –¿Quieres explicarnos mejor lo que has dicho? –dijo Mónica.
              –Tú no nos gastarías esa broma. ¿Verdad? –exclamó Paula.
Y al ver que Margarita no respondía y seguía retirando el café, la secretaria intervino.
              –Margarita, ¿tienes que contarnos algo?
              Margarita se sintió algo azorada. Pensó que debería haberse callado, pero ya no había remedio. Tenía que contárselo a sus amigas.
              –Si, vamos –dijo cogiendo la cafetera, y salió al porche. Las otras tres la siguieron y no le dieron tiempo de verter el café en las tazas.
              –Cuenta, hija, nos tienes sobre ascuas –decía la secretaria.
              Una vez terminó de servir el café, Margarita se sentó en una silla. Se sirvió dos tormos de azúcar. Las tres amigas estaban expectantes.
              –Ocurrió hace dos años antes del traslado a Madrid –empezó–. Una noche terminé muy tarde de hacer una tasación en una finca de la Urbanización de la Misericordia. Cuando salí, ya en el camino de acceso a la carretera general, iba a subir al coche cuando alguien me agarró por detrás y me introdujo dentro a la fuerza. 
              Margarita calló, y al recordar aquella noche sus ojos se nublaron.
              –Fue horroroso –dijo y rompió a llorar. Cuando se serenó un poco, continuó contándoles lo sucedido. Las tres amigas estaban mudas por lo que estaban oyendo. Ninguna podía reaccionar.
              –No sé cuanto tiempo transcurrió desde que el hombre me dejó –dijo Margarita–. Cuando pude levantarme, no tenía ni voz ni lágrimas, y era incapaz de dar un paso. Después de un rato, no sé cuanto, me arrastré como pude hasta la primera casa de la urbanización, y allí llamaron por teléfono. Al poco llegó un coche de la policía y me llevaron al hospital. Permanecí allí varias horas mientras me hacían un reconocimiento y la policía me tomaba una primera declaración. En algún momento, me dejaron sola en la habitación. La puerta estaba entreabierta y entonces sucedió.

            Margarita calló unos momentos y se limpio los ojos llorosos con una servilleta de papel. Las tres amigas la rodeaban. Luego continuó:
            -Javier pasó por delante de la habitación, y me vio a través de la puerta. Se quedó extrañado de verme así, y entró. Yo me di cuenta de que estaba allí cuando ya lo tuve junto a mí poniéndome una mano encima del hombro y me decía sobresaltado:
             -¿Pero qué ha pasado?
            -A mí, se me cayó el mundo encima. No quería que nadie se enterase, pero tal como me vio no estaba en condiciones en ocultarle nada. Él tenía una pequeña herida en la frente debido a un accidente sin mucha importancia en casa, y tuvo que ir a que le diesen unos puntos de sutura en la herida. Permanecí allí hasta que nuevamente llegó la policía para llevarme a hacer la declaración. Javier se negó a dejarme sola, y me acompañó a la comisaría. Me tomaron declaración en privado e, incluso, me preguntaron por aquel hombre que me había acompañado. Dejé claro que era un buen amigo en quien confiaba, y que me había encontrado en el hospital por casualidad. Luego me enteré de que a él también le tomaron declaración. Ya de madrugada volví a mi casa. Él me acompañó hasta la puerta y me dijo que me llamaría al día siguiente. Por la mañana no fui a trabajar. Alegué una indisposición y permanecí tres días sin salir de casa. No quise siquiera coger el teléfono, a pesar de que Javier me llamó en repetidas ocasiones. Aquel fin de semana al ver que tampoco había ido al trabajo vino a verme a casa. Estuvo mucho tiempo haciéndome compañía. Se portó muy bien. Yo tenía mucha confianza en él, pero a partir de entonces creo que me empecé a interesar más. Le hice prometer que lo que había sucedido quedaría entre nosotros, y que no se lo contaría a nadie. Aquel día, después de tomar mi tercera ducha, salimos a comer juntos por primera vez e hizo lo imposible para que me distrajese y olvidase. Al lunes siguiente, volví al trabajo, y la vida, aunque sin poder olvidar lo sucedido, poco a poco volvió a su ritmo.

              El café se había dejado de humear en las tazas y los dulces de nata que tanto gustaban las cuatro amigas permanecían intactos en el plato. Margarita tomó un sorbo.
            
              –Se ha quedado frio –dijo, y continuó–. Cuando sentí que me había quedado embarazada creí que el mundo se hundía bajo mis pies. No pensé nunca en el aborto. No podía consentirlo. Siempre lo había condenado, pero empecé a comprender lo que sentían otras mujeres en semejantes circunstancias y en sus decisiones siempre difíciles, las mismas que yo, a partir de entonces, tendría que tomar. No dije nada en el trabajo e, inmediatamente, solicité el traslado a la central en Madrid, luego, ya vería como me las arreglaba. Tan pronto como me concedieron el traslado cerré la casa y me trasladé. Por eso, no os dije nada ni tampoco a Javier, aunque no sé si hice lo correcto. Dos meses más tarde, él fue a Madrid y me esperó a la salida del trabajo. Se había enterado de mi marcha a través de la oficina. No tuve valor para ocultarle mi situación. Por otra parte era el único que tenía allí. Alquiló un estudio amueblado cerca de donde yo vivía y se quedó en Madrid. Alguna vez volvía por aquí “Para dejarse ver” decía. Pasaron unos meses, y el embarazo iba bien, según me decían –hizo una pausa. Luego, con la mirada ausente, continuó como recordando la escena–. Un sábado por la tarde, estábamos en el Retiro. La tarde estaba quieta. Los plátanos acababan de estrenar sus nuevas hojas. Desde un banco contemplábamos a lo lejos el lento transcurrir de unas barcas en el lago. Entonces me lo propuso. Él estaría siempre conmigo, me aseguró, y me ayudaría con el niño, yo para entonces ya sabía que era un niño, pero él creía que, aún así, me sería difícil, por lo que me pidió que nos casáramos. El niño tendría un padre y unos apellidos.
              A Margarita, al recordar, le volvieron a saltar las lágrimas. Se llevó las manos a los ojos. Luego se levantó presurosa y entró en la casa. Las tres amigas permanecían en silencio sin saber que decir. A aquellas horas, el café se había vuelto a quedar completamente frío. Cuando salió al poco rato, parecía más serena. Luego continuó:
              –Sabéis perfectamente que nunca he tenido ningún interés por la vida de casada, y aunque las circunstancias eran muy especiales y la tentación grande, decidí que tendría el niño pero no compartiría mi vida con ningún hombre. Ya sabéis a qué me refiero. Javier debió de comprenderme y llevó su proposición a un extremo que no había imaginado. Su interés era únicamente de cuidar del niño y de la madre, por quien sentía algo muy especial, me confesó. Así es que como sabía mis ideas, la única manera de demostrarme que no tenía otras intenciones que las que me había dicho, me propuso que nos casáramos sólo por lo civil. Ante la sociedad, sería mi marido y el padre de mi hijo, y ante nuestra conciencia seguiríamos siendo solamente unos buenos amigos sin ninguna convivencia juntos. Pasé un mes muy difícil ante la decisión que tenía que tomar –continuó Margarita– pues, en principio, la proposición de Javier no me pareció descabellada ya que tenía mucha confianza en él. Al final, me decidí, y un buen día de finales de Mayo nos casamos en el Juzgado. A instancias de Javier, un abogado nos redactó un documento por lo que en caso de solicitar el divorcio por mi parte, no tendría ningún problema, y aunque él no me lo pidió yo quise firmar otro igual para él. Nuestro banquete de boda fue una comida para los dos en un restaurante de la Puerta del Sol, al atardecer, me acompañó hasta mi casa y luego se marchó a su estudio. Cuando meses más tarde, nació el bebé no se apartó de mi lado, fue toda una bendición. Yo volví a mi trabajo y Javier se quedaba con el niño. Más tarde, entre los dos, tomamos una asistenta y una canguro, y nadie llegó a saber nunca nuestro secreto, hasta hoy.

              Margarita calló unos momentos. Paula se relajó en el respaldo de la silla y tomó un sorbo de café. Ninguna de las tres amigas sabía qué decir; al final la secretaria fue la que habló.

              –Y aquellos papeles de divorcio, ahora que el niño ya nació y lleva los apellidos de Javier...
              –Ninguno de los dos hemos hecho ni siquiera mención de utilizarlos. Es una situación algo anómala, lo sé, pero yo me encuentro a gusto así y creo que a él le sucede lo mismo –hubo unos momentos de silencio; luego Margarita continuó–. Posiblemente podáis conocer al niño. La canguro ha quedado que lo recogería en la guardería y luego lo traería a aquí.
              Las tres amigas que habían empezado a asimilar la situación, se alegraron mucho de tener la oportunidad de conocer al niño.
              –Hablando, hablando se me olvidó sacaros unas pastas –dijo Margarita levantándose para entrar en la casa.
               –Y a propósito –preguntó Paula–, ¿qué nombre le has puesto al niño?
              –Javier como... su padre.
              –Claro –dijo Mari Pili.
              En aquel momento de oyó parar un coche delante de la puerta del jardín, y momentos después, apareció Javier por el andador de gravilla que conducía hasta el porche donde estaban las cuatro amigas. Margarita se adelantó con un ademán cariñoso, le beso en la mejilla y se colgó de su brazo.
              –Las conoces ¿no? –dijo cuando llegaron al grupo de las tres amigas.
              –Por supuesto. Me alegra mucho de volveros a ver.
              Margarita tomó la palabra y sin soltar el brazo de Javier le miró dulcemente y le dijo:
              –Les he contado lo nuestro.
              –Sabes que siempre te dije que eso era decisión tuya -y la miró con dulzura.
              –Te prepararé más café –dijo Margarita mirando el interior de la cafetera, y entró en la casa. Ya desde dentro les gritó:
              –¿Queréis alguna copa de algo?
              –No –dijo la voz de la secretaria–, pero si tuvieras un poquito de leche...
              Las tres amigas se quedaron con Javier que se había acomodado en una silla junto a la de Margarita.
              –Margarita nos ha contado todo lo sucedido –comentó Paula–, y la verdad es que hay que felicitaros. Habéis demostrado una valentía extraordinaria al tomar semejante decisión. Nadie se lo hubiera podido imaginar.
              Margarita volvió a salir con una bandeja con más café, unas copas y una botella de Cointreau. Javier entró en la casa y al poco volvió a salir con una cubitera y echó dos cubitos de hielo en una copa de Cointreau.
              La verja del jardín que daba a la calle se oyó. Margarita se levantó presurosa y caminó por al andador hasta la entrada.
              –¡Mi niño! –se oyó la voz de la madre, y al poco volvió donde estaban sus amigas llevando en brazos un precioso niño. Tenía el pelo y los ojos claros como su madre y una sonrisa angelical que hizo las delicias de las tres amigas. El niño fue de brazo en brazo, y cada una de ellas comentaba un aspecto de su carita.
              Afortunadamente para Margarita, a todas les pasó desapercibido el incipiente hoyuelo en el pequeñito mentón del niño. 




El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.


UN LIBRO, UNA REFLEXIÓN







DE TANTO EXIGIR...
TE ESTÁS HACIENDO TRIZAS


© Phil Bosmans

            Cada persona es hoy como un partido. Es el partido de las exigencias: más sueldo, más dinero, más utilidades. ¡Cada vez más y más! Es el periodo de las exigencias: duro y frío como el hielo. ¡Es un periodo glacial! El corazón, metido en la nevera, congelado y duro como una piedra para que no se ablande. La gente se enfría sin cesar y se endurece para con los demás. Somos como bloques de hielo. ¡Entra en razón y descúbrete el corazón! Dí también alguna vez:



                           ¡YA TENGO BASTANTE!

¿Para qué aumentar la producción?
¿Para qué más nivel de vida?
¿Para qué tantas comodidades?
¿Para qué ganar siempre más?
¡Ganar más y más dinero!
¡Comprar más. Consumir más!
¿Para qué inflar siempre ese índice?
¿Para qué cebar esa espiral inútil de ganar un euro más
para tener que gastar otro euro?
¿Para qué, y para quién?


TE SOFOCA LA ABUNDANCIA. PROTESTA CONTRA TI. PRESCINDE DE ALGO. ¿NO PODRIAS PASAR CON UN POCO MENOS?          ¡HAZ LA PRUEBA!





viernes, 14 de agosto de 2009

PAULINA

© RAMON MARZAL



                      PAULINA

            El apagado quejido de alguien que lloraba se dejó oír desde los últimos bancos de la cripta. Hacía ya rato que había finalizado la última misa, y el aroma dulzón del incienso se dejaba sentir todavía en el ambiente. Un par de mujeres permanecían en los primeros bancos, absortas en sus rezos o quizá habían entrado para evadirse del ajetreo y del ruido del tráfico del exterior. Volvió a oírse el sollozo, escasamente contenido, de una mujer de mediana edad y rostro congestionado por el llanto que estaba sentada en el último banco. Apoyó los codos en las rodillas y ocultó su cara entre las manos. Durante unos minutos, la mujer se desahogó en silencio intentando llamar la atención lo menos posible. Unos pasos silenciosos se aproximaron a ella por detrás.
            –¿Le ocurre algo, señora? –le susurró alguien.
            La que así hablaba era una mujer algo más joven, vestía con traje de chaqueta y llevaba el pelo recogido.
            –Nada, son cosas mías. Gracias –dijo la primera sin mirarle, y pronto, un nuevo sollozo quedó ahogado entre las manos de la mujer.
            La recién llegada dio la vuelta y se sentó junto a ella a la vez que le ofrecía un pañuelo.
            –Gracias –dijo la primera con voz que más bien parecía un ligero murmullo, mientras usaba el pañuelo–. Muchas gracias –repitió.
            –Mire, señora –dijo la más joven con voz queda–, yo no la conozco de nada y Vd. tampoco me conoce. Cuando salgamos, cada una nos iremos por nuestro lado y, posiblemente, no nos volvamos a ver, pero quizá ahora le vendría bien desahogarse.
            La otra mujer permaneció callada durante un buen rato y la recién llegada hizo ademán de levantarse para irse. Entonces la que estaba llorando le puso la mano sobre la falda en un ademán de retenerla. La más joven permaneció en su sitio, y tras unos instantes, su acompañante pareció serenarse, luego en voz baja como para ella misma, dijo:
            –Siempre creí que me quería.
            –¿Su marido? –dijo la más joven.
–Nunca tuvimos ninguna discusión… No sé que ha pasado.
            –¿La ha maltratado?
            –¡Oh! ¡No! Él no es de esos –exclamó la mujer–. Simplemente que ahora sé que hay alguien.
            Desde el otro lado de cripta se oyó un ligero «Ssss….» imponiendo silencio.
            –Venga –le dijo la más joven con un susurro–. Salgamos al claustro; estaremos más tranquilas.
            Las dos mujeres se levantaron y se dirigieron a la salida. La mayor hizo una leve genuflexión y la otra, simplemente, se santiguó. Luego, por una puerta lateral, tras subir unas escaleras, se encontraron en el claustro.
            Había por allí algunas personas, pues la iglesia, al igual que la cripta, también tenía salida al claustro. En aquellas horas no había misas en la iglesia, pero como el claustro siempre estaba abierto, muchas personas entraban desde la calle, y bajo los arcos ojivales o en los jardines centrales, siempre encontraban un remanso donde poder descansar y evadirse del ruido de la calle. Un sacerdote paseaba por entre los jardines, mientras leía su Breviario.
            Las dos mujeres caminaron hasta un banco junto a un pequeño seto y se sentaron.
            –Me llamo Paulina –dijo la más joven.
            –Yo, Carmen –dijo la mayor mientras se secaban los ojos húmedos. Parecía que se había serenado algo. Después de unos instantes se desahogó:
            –Hace veinte años que estamos juntos, pero no tenemos hijos. Jamás hemos tenido que hacernos ningún reproche, y yo creía que éramos felices. Desde luego, en todos estos años hemos tenido alguna crisis, pero un psicólogo me dijo en cierta ocasión que las crisis en el matrimonio son buenas e, incluso, necesarias. Siempre salimos de ellas, y jamás he tenido ninguna queja de su trato para conmigo. Tampoco creo que él haya tenido ninguna queja de mí. Yo consideraba que éramos un matrimonio normal, con sus altos y sus bajos. Él tiene su carácter, como yo el mío –calló unos instantes para sonarse y luego continuó–. Hace unos meses, empecé a verle algo distante. Los momentos de intimidad, ya sabe, no eran tan frecuentes como antes, pero claro, ya no somos tan jóvenes -pensé-. A mi me parecía feliz. Ahora le veo cada vez más distante, como ausente.
            –Quizá sea una obsesión suya. Si me dice que han sido siempre muy felices y no ha habido nada que haya provocado una crisis.
            –No creo.
            –De todas las maneras, cuando los hombres se hacen mayores ya no sienten las urgencias de jóvenes y, a lo mejor, está pasando una crisis personal debido a su edad.
            –Julián tiene ahora 52 años y yo soy dos años más joven que él. A veces, pienso en una amiga mutua que tenemos, compañera de su trabajo. Mi marido es médico ¿sabe?, cardiólogo, y siempre que los he visto juntos, en el trabajo claro, me ha parecido que tienen mucha confianza.
            –Es lógico. Están todos los días juntos en el trabajo. ¿No serán celos por parte de Vd.?
            –No. Bueno, sí, pero ella no creo que sea. Hace un mes, Julián estuvo en su Congreso en Sevilla y yo empecé a sospechar que estaba con ella. No sé porqué, pero con un excusa tonta llamé a su trabajo y ella estaba aquí en la ciudad. Pero no sé que pensar… ¿Está Vd. casada? –pregunto Carmen tras unos instantes.
            –Lo estuve, pero enviudé hace varios años.
            –¿Está ahora con alguien? Ya sabe…
            Paulina tardó algo en responder, luego dijo como disculpándose.
            –Yo estaba sola…, sí, tengo un amigo, pero no vivimos juntos. No me interesa eso. El tiene su casa y su trabajo y yo el mío. A veces quedamos y … simplemente somos felices. Ahora he quedado con él aquí para irnos a comer juntos.
            –Se nota que es Vd. muy feliz –dijo Carmen–. Yo, hoy, no podré ver a Julián. Me dijo anoche que tenía una operación y ya se sabe Vd., las intervenciones de este tipo a veces de complican, y no se sabe cuando van a acabar.
            –¿Por qué no habla Vd. con su esposo? –dijo Paulina–. Puede aprovechar algún momento que estén juntos y explicarle Vd. sus preocupaciones. Quizá todo se aclare. Ya verá como no es nada de importancia.

            La mujer mayor empezó a sentir que Paulina se encontraba algo violenta, a lo mejor la estaban esperando y quería acabar la conversación. Pensó que las confidencias que le había hecho no importaban demasiado a la otra mujer. Así es que decidió marcharse.
            –Muchas gracias por su compresión, pero supongo que le debo estar entreteniendo mucho –dijo Carmen, mientras se levantaba–. Sí. Creo que hablaré con él, pero ahora me tengo que ir. Me ha sido Vd. de mucha ayuda, de verdad.
            Besó a Paulina que se había levantado también del banco –Gracias –dijo una vez más, y se marchó por la puerta de la cripta.


            Cuando la mujer hubo desaparecido, un hombre de mediana edad, que hasta entonces había permanecido sentado en la penumbra bajo los arcos del claustro y alejado de las dos mujeres, se acercó a Paulina.
            –¿Ocurre algo, cariño?
            –Sí. Tu mujer se ha enterado de lo nuestro.


El anterior relato es parte integrante del volumen II de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.








LA  BUENA  NUEVA

No digas en tu corazon: "Mi propia fuerza y el poder de mi mano, me ha creado esta prosperidad", sino acuerdate de Yahveh, tu Dios, que te ha dado la fuerza para crear la prosperidad

        Dt. 8,17

domingo, 9 de agosto de 2009

POEMA

©: Ramón Marzal García

SEGUIR MURIENDO



Pero …¿Quién es?
Ojos anegados por el llanto del dolor.
Un ayer angustioso de un querer perdido.
Vida triste, lejana, impenetrable.
Pasado padecido. Alma insondable.
Lucha eterna que abrasa, por haber querido.

Y ella entre tanto…
Sigue esperando.

Esperando … ¿el qué?
Nadie, ni ella misma lo sabe.
Esperar siempre los tiempos felices.
Apartando el alma de las nacientes,
gozosas y doradas ilusiones.
Muere la vida. La angustia renace.

Y ella entre tanto…
Sigue pensando.


Pensando… ¿el qué?
Nadie ni ella misma lo sabe.
Pensar en tierras lejanas; mares en calma.
Imaginar las dichas imposibles.
Sintiendo en su rostro lágrimas punzantes.
Lloran los ojos, flaquea el alma.

Y ella entre tanto…
Sigue creyendo.

Creyendo… ¿el qué?
Nadie, ni ella misma lo sabe.
Creer en la muerte, que es la misma vida.
Su gozo de joven, pasar como herido.
Creer en el amor del hombre sentido.
Esperar la alegría de la dicha cumplida.

Y ella entre tanto…
Sigue amando.

Amando… ¿el qué?
Nadie ni ella misma lo sabe.
Amar de la muerte, el inicio.
Un dios besado, en falsa idolatría.
Un espejismo que en la vida sonreía.
Esperando el fruto del estéril sacrificio.

Y ella entre tanto…
Sigue odiando.

Odiando… ¿el qué?
Nadie ni ella misma lo sabe.
Odia la pena que le envuelve la herida.
Soñando quien a su alma le hable.
Arrastró la angustia, sin ser culpable.
En la loca carrera de la ilusión perdida.

Y ella entre tanto…
Sigue muriendo.


UN LIBRO, UNA REFLEXIÓN






¡RESURGE!


© Phil Bosmans

            Sé feliz cada mañana por el nuevo día. ¿O acaso tienes miedo a la vida? ¿La encuentras demasiado pesado? Por la noche, ¿te acuestas con un suspiro de alivio? "¡Menos mal, un día menos!" ¿Tal vez te aburres hasta la náusea y todo te parece insensaso e inútil. ¿Tal vez las cuatro ruedas de tu coche se han convertido en los principales miembros de tu cuerpo; y la pequeña ventana de la televisión te ha robado la intimidad. Tal vez estás inquieto por divertirte. O no estés nunca satisfecho.

            Ya no eres un hombre, si bajo la presión de la mentalidad actual, te has dejado reducir a un ser que produce, gana y consume. Para ti, las flores no se abren ya.

            Para ti, los niños no juegan ya. No existen ya personas que rian Estás muerto porque has dejado morir el amor de tu corazón. Buscas la felicidad donde nunca la podrás encontrar: en las cosas inútiles y sin vida que te seducen, pero no te compensan.

¿Despiértate! ¡Resurge!
¡Vuelve a ser un hombre!
¿Mañana saldrá el sol,
pero tú corres el peligro de no darte cuenta.



miércoles, 15 de julio de 2009

CARTA A UNA AMIGA MUERTA

© RAMON MARZAL




            Quiero escribirte porque sé que de alguna manera esta carta llegará a su destino, de la misma manera que sé que si te hablo, me estarás escuchando, porque siempre ha creído que aunque se muere, se sigue viviendo y aunque te vayas, sigues estando.

            Para los demás, éramos simplemente amigos, unos buenos amigos, y también nosotros, de alguna manera, queríamos creer eso, pero luego comprendí, y tú lo debes de saber ya, que aquella amistad era algo muy especial; diferente.

            Me empecé a dar cuenta, cuando aquel verano coincidimos en unas vacaciones en el Mediterráneo. Yo acababa de meter en mi camarote las maletas que aquel camarero africano acababa de dejar junto a la puerta. Cuando salí para ir a la cubierta “Entreprise” donde se nos iba a designar el número de la mesa del comedor, tú salías del camarote contiguo; ¿te acuerdas? Habíamos llegado a Atenas en diferente vuelo y nos alojamos en hoteles diferentes. Yo, en el Meridiem; tú, en el Gran Bretaña, creo, muy cerquita, y ambos, por separado, decidimos hacer aquel crucero por el Egeo. Luego resultó que el camarote que en principio iba a ocupar tu amiga, que tuvo que anular el viaje a última hora por haberse accidentado, me lo dieron a mí que estaba en lista de espera en la Agencia de Viajes. Cuando nos vimos, no sé quien de los dos se sintió más sorprendido por aquella extraña circunstancia. Creo que en mis ojos se notó la alegría que me negaba a reconocer cuando te veía; no sé si a ti te ocurría lo mismo. Yo, en principio, iba a viajar solo para tomar datos y anotar sensaciones para poder escribir mi tercer libro de viajes, pero entonces lo olvidé, y cuando nos colocaron a los dos en la misma mesa, supe que no podría hacer mi trabajo como yo quería. –Ya nos veremos– dijimos cuando volvimos a nuestros respectivos camarotes.
Sólo éramos unos amigos que habían coincidido en un viaje, pero yo pensaba en ti cada vez que oía algún ruido en el camarote de al lado que, curiosamente, se comunicaban por una puerta que nunca quise saber si permanecía cerrada por ambos lados. Todos los días escribía mis notas para emplearlas a la vuelta, luego me di cuenta que a medida que pasaban los días, y con ellos las pequeñas singladuras, tú ocupabas la mayoría de mis apuntes.

            Por la noche, después de la cena, en el salón de actos de la cubierta principal, hubo una fiesta de bienvenida. Nos dieron un pequeño índice de las próximas escalas y lo que se iba a visitar durante la travesía. Después, música y baile. Las azafatas se desvivían cada una con los que hablaban su idioma. La que hablaba castellano era pequeñita. ¿Recuerdas qué graciosa era? Hizo una errónea interpretación de nuestra relación. Tú te sonrojaste y ella se sintió algo azorada cuando le sacamos de su error. Luego todos reímos. Al final, el Capitán nos dio la bienvenida y nos deseó buen viaje. Cuando acabó la fiesta, fiesta que de diferente forma se repetiría todas las noches que duró la travesía, salimos a la cubierta “Promenade”. Recuerdo que era una cálida noche de verano y el Egeo estaba en calma. Se oía una suave música por la megafonía de cubierta, y paseamos callados durante un buen rato. Nunca supe qué ibas pensando. Yo sí recuerdo que te dije: «Crees que alegrarse del mal ajeno, es una falta de caridad» «Sí»–me dijiste–«Bueno pues he de confesar mi falta de caridad –repuse–. Me alegro que tu amiga se haya accidentado porque si no, yo no estaría ahora contigo» «Tonto» me dijiste y me cogiste del brazo. Rara vez lo habías hecho. Debió de ser la música o la calidez de aquella noche ante las costas de Mikonos. Ahora, después de tantos años, se me presenta ante mí como una imagen nítida. Me acuerdo como si todo hubiera sucedido ayer.

            Al día siguiente, de acuerdo con las normas de navegación por mar, se efectuó un simulacro de salvamento. Cuando en la cubierta de botes nos vimos enfundados en aquellos salvavidas color naranja, no pudimos contener la risa. Todavía me acuerdo cuando veo las fotos que nos hicieron subiendo a los botes. Tú hiciste un comentario en voz baja que no pude oír. Cuando te pregunté, te reíste y no lo quisiste repetir. ¿Qué dijiste?




            Acabábamos de volver de la excursión a Creta. Yo sabía que aquel día era tu cumpleaños, pero no te quise decir nada. Sin embargo, por la noche durante la velada, me encargué de decirle a la azafata, la pequeñita, que era tu cumpleaños. En mitad de la fiesta, la orquesta paró, y dos o tres azafatas te felicitaron en media docena de idiomas. La orquesta entonces tocó el “Cumpleaños Feliz” y todos los pasajeros la cantaron en una mezcolanza de idiomas. Yo te vi llorar, y recuerdo que me dijiste con cariño «Esto no te lo perdono». Luego te entregué un frasquito pequeño de perfume de nombre francés que te había comprado aquella misma tarde en la cubierta comercial. «Gracias», me dijiste y me besaste en la mejilla. Luego la fiesta continuó y tú permaneciste callada. A la mañana siguiente me dijiste que, emocionada, no habías podido dormir en toda la noche. Yo te oculté que había permanecido despierto hasta la madrugada envuelto en azarosos pensamientos.

            Durante los tres días siguientes bajábamos a tierra por la mañana para hacer la excursión prevista, y luego, en algunos lugares con barcazas, regresábamos al buque. Después de comer nos tumbábamos en las hamacas de cubierta, o íbamos a la sala de cine. Una noche entramos a bailar en aquella sala donde únicamente tocaban piezas lentas y románticas. Yo me sentía muy a gusto contigo. No quiero ya ocultarte que aquella noche deseaba que te quedases en mi camarote. Claro que ahora yo sé que lo sabrás todo, por eso no te quiero mentir. Te deseé aquella noche y todas las demás, pero por entonces tu no sospechabas nada o al menos eso creía yo.

            Fue a la altura de la isla de Santorini cuando el mar se empezó a encrespar. Después de que hubiera vuelto la última barcaza que retornaba a los turistas al barco, el estado del mar empeoró. Yo, a la hora de la cena, te estuve esperando en el comedor. Cuando terminó, me empecé a preocupar y me llegué hasta tu camarote. Recuerdo que me abriste la puerta agarrándote como podías y con la cara del color de la cera. El doctor del barco te había puesto un pequeño parche contra el mareo detrás de la oreja, pero aun así, no me dio la sensación de que te hubiera hecho mucho efecto. Nos sentamos en la cama y te abrazaste a mí, estabas muy mareada. Intenté hablarte de todo para distraerte, ya no me acuerdo cuantas cosas te conté, luego me quedé contigo toda la noche. El mar empezó a calmarse y creo que por fin nos dormimos ya a la madrugada. No fuimos a desayunar. Cuando salimos a mitad de mañana nos tomamos un café en la cafetería de a bordo y nos sentamos en los sillones junto a la piscina. No había casi viajeros en cubierta; estaban en la excursión de Patmos.



            Cuando dos días después desembarcamos en El Pireo, volvimos a Atenas para tomar el avión de regreso a Madrid: yo lo haría aquella misma tarde, tú aún tardarías unos días más. Tenías todavía que hacer un viaje programado hasta Meteora. Recuerdo que en la puerta del hotel cuando yo iba a subir al autocar que me llevaba al aeropuerto me acerqué a ti para despedirme; me sentí triste por dejarte y te besé; sin embargo, yo no sabía que aquella sería la última vez. Había empezado a sentir por ti algo más que amistad. Me sentía enamorado de ti, pero no tuve valor para confesártelo. Posiblemente tú no te diste cuenta y yo volví a España teniendo la sensación de que todo había acabado. Nos hablamos una o dos veces más por teléfono, seguramente tú esperabas algo más de mí y yo no tuve valor para comprometerme, y un buen día desapareciste. Ninguno de nuestros amigos sabía donde estabas. Yo pregunté en tu trabajo y me dijeron que lo habías dejado; te habían ofrecido algo mejor en otra ciudad.

            Estuve esperando tu llamada muchos meses y luego, poco a poco, algo empezó a desvanecerse dentro de mí. Dejó de ser tan nítido el recuerdo de aquel viaje, y cuando al cabo de seis años creía que no significabas ya nada para mí, un buen día me llamaste por teléfono. Acababas de llegar a la ciudad y quedamos en una cafetería «¿Por qué lo hiciste?», «¿Qué te ha sucedido?» –te pregunte pero estabas muy hermosa y no tenía ningún reproche que hacerte. Estuvimos un buen rato hablando. Nunca me dijiste donde vivías o que era de tu vida. Si recuerdo que me dijiste que estabas trabajando, pero nada más pude saber de ti. Sólo, casi al final, dijiste algo que por entonces no pude entender muy bien. «¿Si algún día te pido algo, lo harías por mí?» –me quedé extrañado– «Tú sabes que sí», «¿Necesitas algo?» « No –me dijiste– pero sé que tienes una empresa grande, y algún día puedo necesitar que te encargues de alguien» «Por supuesto ¿Quién es?» –te pregunté– «Nadie por el momento, sólo quería saber si podía contar contigo» «Te lo prometo. Cuando me necesites dímelo, sabes que puedes contar conmigo». Aquella fue la última vez que te vi. Yo empecé a pensar que te habrías casado y quizá tu marido estuviese apurado con el trabajo, pero no te quise preguntar nada. Tú te debiste de dar cuenta y me aclaraste que no estabas casada. Debí entonces haberte dicho lo mucho que yo, a pesar del tiempo transcurrido, aún te quería, pero la verdad es que, una vez más, me dio miedo. Muchas veces he pensado a que le tenía miedo siempre que quise decirte que te quería. ¿Quizá al compromiso?, no lo sé. En cualquier caso, sé que ha sido la única decisión que no me he atrevido a tomar nunca. Sólo una vez más me llamaste por teléfono. Algo había ocurrido en tu vida que no te atreviste a contarme. Te noté como hundida y que aquella conversación era como una llamada de socorro que me hacías. Y una vez más, fui un cobarde y desperdicié la ocasión. Cuando quise reaccionar, no te pude llamar puesto que desconocía donde estabas ni que hacías. Nunca me lo quisiste decir. Y un día, lo comprendí todo.

            Hace un año recibí tú última carta. Era larga, explicita, aunque luego he comprendido que no me lo contabas todo. Me decías que hacía tiempo, te habían detectado un tumor y que ahora estaba muy adelantado. Los médicos te habían confirmado que no había ninguna esperanza y te habían dado tan sólo unos meses de vida. Posiblemente no me volverías a escribir.
            La verdad es que no sabía que hacer. Lloré en silencio como jamás hubiera pensado que mis ojos pudieran llorar, y una vez más lamenté mi cobardía y mi falta de decisión. Ahora, ya no podía hacer nada, pues seguía sin saber donde estabas. El matasellos de la carta era de Barcelona. Hice infinidad de llamadas y gestiones para localizarte. Hubiese querido estar contigo y poder abrazarte aunque fuese por última vez. Dios es testigo de que digo la verdad y tú, ahora, también lo sabes.

            Me enteré de que habías cambiado de ciudad cuando seis meses más tarde recibí carta de una amiga tuya a quien la habías encargado que me comunicase tu muerte.

            Hasta entonces mi pensamiento se paseaba por tu recuerdo, te soñaba cercana y en mis noches en vela me parecía tenerte junto a mí. A partir de entonces, todo aquello me parecía falso. Ya no había ninguna realidad donde agarrarme. Sentí la angustia de no haber tenido la valentía de amar, y ahora no tener el desahogo de poder llorar. Sentí el vació de los que poseen al completo y no tienen nada. Sentí la amargura de los que creen tener todo y sólo son dueños de su soledad. Te digo todo esto, quizá para desahogarme porque desde donde tú estás, me consta que ya lo sabes. Tu muerte ha hecho la separación inevitable, pero no eterna, pues sé que nos volveremos a encontrar. Pero mientras tanto, mi desconsuelo, y hasta entonces... nada.



P.D.
            Ayer vino a verme una jovencita de unos 18 años. Acababa de llegar a la ciudad, y era tu vivo retrato. Traía una carta tuya que he leído una y otra vez hasta la saciedad. Hoy, para empezar, he dado trabajo en mi empresa a nuestra hija.


El anterior relato es parte integrante del volumen II de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.








LA  BUENA  NUEVA

Si os enojais, que no se ponga el sol mientras esteis enojados

        Ef. 4,26

miércoles, 17 de junio de 2009

TREN EXPRESO A PARIS

© RAMON MARZAL




            ¡Sí. Yo ya conozco esta historia! –exclamé para mí cuando hube leído el Canto Tercero del poema.

            Un frío seco se había apoderado hacía días de la ciudad, y la gente caminaba deprisa intentando hacer sus últimas compras de Navidad. Una columna de aliento que ascendía desde mi boca se dejaba ver cuando pasaba cerca de algún escaparate iluminado. 
             Mis más de 80 gastados años no me permitían grandes paseos, por lo que casi todas las tardes solía deambular un poco por las calles del centro. A última hora, me tomaba un café, si así podía llamarse a aquel brebaje del que nos valíamos recién acabada la guerra, y luego me marchaba hacia casa. Aquel día, ya a última hora, acerté a pasar por una pequeña librería que había en la calle de San Miguel; y quizá por resguardarme un poco del frío de aquel invierno de 1940, o quizá para demorar algo más la llegada a la soledad de mi casa, decidí entrar. Un agradable calor producido por una estufa de carbón en un extremo de la tienda, me dio la bienvenida. Había algunos clientes desperdigados entre las diversas secciones. Me desprendí de la gruesa bufanda, y sin quitarme los mitones, me puse a mirar por las estanterías. En la sección de poesía, al fondo del establecimiento, cogí un librito que se titulaba “Pequeños Poemas” y, así como al azar, abrí una de sus páginas y empecé a leer. 

«Habiéndome robado el albedrío
Un amor tan infausto como mío 
Ya recobrados la quietud y el seso
  Volvía de París en tren expreso...»

            El librero estaba ocupado en aquellos momentos atendiendo a otros clientes, así es que yo continué leyendo el poema. A medida que iba desgranando aquellos versos, me daba cuenta de que hacía muchos años, cuando yo era un muchacho, había sido testigo de una historia como la que allí se contaba, y mi mente me transportó a aquel duro invierno de 1870. 



* * *



            Por aquellos años, yo vivía en París con mis padres. Mi madre era francesa y mi padre español, este último tenía familia en Zaragoza. Sucedió que un hermano de mi padre murió, y como quisiera que mis padres, por diferentes motivos se veían imposibilitados de ir a visitar a su familia, me enviaron a mí. Así es que, mi padre escribió a sus parientes, y un buen día, ya de noche, me pusieron en un tren expreso que después de un buen número de horas me dejaría directamente en la frontera donde debía enlazar con un vehículo tirado por caballerías para Zaragoza. Busqué mi asiento, y me acomodé como pude junto a la ventanilla de aquel desvencijado vagón con incómodos asientos de madera. Al poco, llegó un hombre de mediana edad, me pareció. Era alto, elegante y cabello negro y vestía bien; se le notaba de posición desahogada. Me pareció como fatigado. Nada más sentarse a mi lado, se cubrió las piernas con una manta zamorana, y se acomodó en el asiento como pudo, dispuesto a pasar la noche.

            Silbó la locomotora y arrancó el tren con un fuerte vaivén que nos hizo cabecear a todos los viajeros. Al poco de salir de la estación, se abrió la puerta del vagón. Una ligera ráfaga de viento helado nos inundó, y entró una joven acompañada de una anciana. Caminaron por el pasillo y llegaron hasta los dos asientos que había libres frente a nosotros. Nos dieron las buenas noches en voz baja, y tras de colocar los bultos en el portaequipajes, se sentaron. La mujer joven, junto a la ventanilla; la mayor, hacia el pasillo. Al hombre que estaba a mi lado se había separado un momento para dejar pasar a la joven hasta su asiento y se la quedó mirando. Yo, en mi rincón junto a la ventanilla frente a la mujer, fingía dormir. Era alta, rubia y delgada. Me pareció muy hermosa, aun para mis jóvenes años, y supongo que para el hombre de mi lado también, pues no dejaba de mirarla.
            En tren empezó a trepidar. Yo no tenía ningún sueño, pero quizá por timidez o desgana, no me apetecía iniciar ninguna conversación, por lo que envuelto en un amplio abrigo, arreglado de uno de mi padre, me acomodé en mi asiento. Refirmé la cabeza en el cristal de la ventanilla y seguí simulando dormir. Con los ojos entreabiertos, miré al exterior. El tren corría ya en una llanura por lo general oscura, sólo iluminada de vez en cuando por una luna que se abría paso entre las nubes. Observé con disimulo a la joven frente a mí que con una expresión triste, miraba por la ventanilla hacia una lejanía negra e imprecisa. Tuvo un acceso de tos ronca, luego volvió la cabeza y se refirmó en el asiento. Se le veía la cara pálida, aunque quizá fuera por la tenue luz del vagón. Me pareció ver unas mal disimuladas ojeras, y en algún momento se secó unos gruesas gotas sudor que perlaban su frente a pesar del frío del vagón. En un momento en que fingí acomodarme, miré al hombre que estaba junto a mí. Seguía sin dejar de observar a la joven. Todos los viajeros parecían dormir en sus incómodos asientos, y cubiertos, los más con abrigos y algunos con sendas mantas, permanecían en silencio. Durante unos instantes la joven cruzó su mirada con el hombre de mi lado y al verle también despierto, quizá por iniciar una conversación intrascendente que hiciese más corto el viaje, oí que le decía con dulzura:
            –¿Sois español?
            –Si, asturiano, de Navia. ¿Y Vd.? –oí que el hombre se interesaba.
            –Yo soy francesa –dijo ella.
            –Por lo que he podido ver, Francia es muy bella. No me importaría vivir aquí.
            –Yo, sin embargo, preferiría España. Necesito su sol y su clima.
            Ella volvió la cabeza hasta el exterior y no dijo nada más. El hombre, al ver la introversión de la mujer permaneció también en silencio y se arregló la manta que cubría sus piernas. A la acompañante de la joven se le escapó un ligero suspiro. Yo a mi vez intenté dormir. Vi pasar rápidos ante la ventanilla los postes del telégrafo e imprecisas luces en la lejanía. En el exterior se oían los lamentos de la locomotora que, al parecer, estaba subiendo alguna pendiente. Vi en el horizonte lejano algunas nubes y una luna indecisa que asomaba tras ellas; luego el humo intenso de la locomotora volvió a cubrirla. Coloqué el cuello de mi abrigo junto a la ventanilla donde estaba apoyada mi cabeza para evitar el frío del cristal. Las luces de una estación pasaron fugaces y se perdieron. 
            Transcurrió largo rato que no llegué a saber si me quedé dormido. Cuando volví a abrir los ojos, vi a mi compañero de viaje que, tras el intento de tener una conversación con la joven, intentaba también dormir. Se revolvió inquieto en su asiento. Ella se levantó y abrió un poco la ventanilla. Un viento gélido inundó el vagón. Alguien de los asientos posteriores protestó y ella volvió a subir la ventanilla. Se sentó de nuevo y dirigiéndose al hombre preguntó:
            –¿Qué hora es?
            –Las tres –dijo el hombre después de mirar su reloj de bolsillo. Ella no dio siquiera las gracias y me pareció que volvía a quedar ensimismada por oscuros pensamientos. Luego, tras unos instantes, cogiéndose los brazos con sus manos, dijo como para ella misma.
            –Hace frío. 
El hombre solícito se despojó de su manta zamorana y se acercó a la joven para colocársela encima de las piernas.
            –Gracias –dijo ella y tras unos instantes se presentó.  
            –Me llamo Constancia
            –Y yo, Ramón. ¿Va muy lejos?
            –Sí, muy lejos –dijo ella distraída.
Volvió a callar y el hombre al verla como abstraída se atrevió a preguntar en voz baja.
            –¿Recuerdos?
            –¿Y Vd.? –dijo ella con tristeza, mirándole mientras jugaba con las borlas verdes y granas de la manta que le había prestado.
            –Yo hace tiempo que huí de los recuerdos.
            –Parece joven para huir de los recuerdos.
            Aunque yo no quería, el suave vaivén del tren en la noche ya adelantada me fue produciendo un sopor, y, por lo visto, debí quedarme dormido.

             Me despertó el trasiego de algunos viajeros que se preparaban para apearse en alguna estación que se presuponía cercana. La joven movió a la anciana que debía de hacer tiempo que se había quedado profundamente dormida. Luego se levantó para coger una bolsa de viaje. Por lo visto las dos mujeres también se bajaban. Vi que el hombre conversaba en voz baja con la joven y ésta, con una ligera sonrisa, algo triste me pareció, le respondía con esa voz queda con que las mujeres hablan de confidencias con sus enamorados. Al parecer habían estado conversando todo el tiempo en que yo estuve dormido. Oí que ella le decía:
            –Tengo que despedirme de alguien, luego, si puedo, volveré a París. Dentro de 15 días estaré de nuevo en esta estación para regresar. Me gustaría tener ocasión de que nos volvamos a ver –dijo ella sin ocultar cierta dosis de tristeza, y tendió su mano hacia el hombre para despedirse.
            El tren aminoró la marcha. Empezaron a verse las débiles luces de gas de la estación y enseguida se detuvo. El hombre bajó la ventanilla y esperó que la mujer estuviese en el andén, luego le tendió la bolsa de viaje. Se oyeron las voces apagadas de la gente en la estación, y el bajar y subir de los vagones. Poco después, el tren iniciaba de nuevo su marcha, y el hombre extendió su mano para saludar a la joven que había quedado con su acompañante en el andén. Cuando ya no la vio, subió la ventanilla, volvió a sentarse y ya no dijo nada en todo el viaje. Yo me volví a quedar semidormido y sólo me desperté cuando llegué a la frontera de España.
Enlacé en la misma aduana con la diligencia que me llevaría a Zaragoza y no volví a acordarme de mis compañeros de viaje.
             Al día siguiente, llegué a casa de mis familiares y permanecí con ellos el resto de aquella semana y la siguiente. Tras el sepelio, mi familia me convenció para que me quedase con ellos algún tiempo y poder ver así la ciudad que yo casi no conocía. Al cabo de unos días, me despedí de los míos, y volví a tomar la diligencia para Francia. Llegué a la frontera con tiempo suficiente para enlazar con el expreso de París, y como quiera que no habían anunciado todavía la salida, entré por unos momentos en la fonda para tomarme un vaso de leche caliente con un azucarillo, y, de paso, protegerme de los rigores de aquel invierno mientras esperaba que anunciasen la salida del expreso a París. Había poca gente en la estación y en esta ocasión en el tren no iban casi viajeros.
             Cuando salí de la fonda, coincidí con aquel hombre alto y de mediana edad con el que había viajado dos semanas antes. Subí al tren y me senté en unos asientos en el centro del vagón. Tenía la experiencia que siempre que abrían la puerta, un aire frío inundaba los primeros asientos. Momentos antes de partir, subió el hombre y se sentó en un asiento cercano al mío. Miró el reloj y se acomodó. El tren salió de la estación a la hora prevista y emprendió su rutinario camino hacia París. Me entretuve observando al hombre que muy a menudo consultaba con su reloj de bolsillo, y miraba por la ventanilla cuando el tren paraba en alguna estación. Su actitud empezó a intrigarme tan sólo por curiosidad y cuando el tren empezó a aminorar la marcha, se puso de pie delante de la ventanilla. Por fin, entró en la estación donde la joven se había bajado la última vez que la vi. Tan pronto como el tren se detuvo, el hombre bajó la ventanilla. Estuvo unos instantes mirando a derecha e izquierda. Sin duda estaba esperando a la joven. El jefe de estación se dispuso a dar la orden de marcha y entonces vi correr a una mujer en el andén hacia la ventanilla abierta. Enseguida reconocí a la acompañante de aquella joven en el viaje de hacía dos semanas antes. Vestía de luto y me llamó la atención que traía lo ojos llorosos. Se acercó a donde estaba el hombre y estuvo hablando con él durante unos instantes sin parar de llorar. Desde donde yo estaba, no oía lo que decían, pero cuando ya el convoy emprendía la marcha, vi que entregaba una carta al hombre. El tren empezó a andar y la mujer permaneció en el andén con la mano extendida hacia el hombre cuando ya se alejaba. Por entonces, yo estaba ya completamente intrigado por lo que estaba sucediendo, y aunque no había oído la conversación, no me había perdido nada de la escena por lo que se incrementó mi interés en la posible historia que había sucedido. El hombre estuvo asomado unos instantes en la ventanilla, luego la cerró. Permaneció todavía un buen rato sentado en su asiento con la mirada ausente y la carta entre las manos que por lo visto no se atrevía a abrir; por fin se decidió. Estuvo leyendo durante un buen rato y luego se levantó y salió al exterior del vagón. Debía de tener frío pues a través del cristal de la puerta le vi subirse el cuello del abrigo. Luego, besó el papel y en determinado momento extendió la mano hacia el exterior, y una carta arrugada pasó rauda delante de mi ventanilla, y se perdió en medio de la inmensidad del paisaje.


* * *



            –Vamos a cerrar señor –oí la voz del librero que se dirigía a mí.
Había pasado el tiempo y no me había dado cuenta. Tomé el librito de los pequeños poemas y caminé hacia el mostrador mientras leía los últimos versos:

  Al poco de venir día por día
  Con mi gran inquietud y poco seso
  Sin alma y como inútil mercancía
  Me volvió hasta París el tren expreso»




            Antes de pagar, miré el título y leí: EL TREN EXPRESO dedicado al celebre escritor D. José de Echegaray de su admirador y amigo. Firmaba un tal   Ramón de Campoamor.



sábado, 30 de mayo de 2009

MI SOMBRERO DE PAJA

© Ramón Marzal
Talla de la imagen:  Aram Nikogosyan



            Aquella mañana llegué al Museo a primera hora dispuesto a seguir visitando algunas de las salas que me faltaban. Ya en el segundo piso, y nada más subir la escalera, me llamó la atención una figura de hermosa factura. Era una talla de casi tamaño natural que representaba una maternidad. Una mujer sentada sobre sus piernas Me produjo una gran impresión, sin embargo, había algo que me llamó la atención y que no llegaba a comprender que era. Estuve un gran rato contemplándola; averigüé que en la expresión de su rostro había algo peculiar. Abrazaba un bebé entre los brazos con un ademán de gran ternura y protección, pero en su rostro faltaba la expresión de alegría propia de una madre que se recrea en su hijo. Su rostro parecía lleno de melancolía y casi me pareció ver en él la marca de un gran sufrimiento. Se podía comprobar que la talla era de una excelente técnica, por lo que no dudé que el artista tenía un don especial, y si el rostro de aquella mujer manifestaba cierta expresión de tristeza, era porque así lo había querido expresar el artista. Me acerqué a la leyenda que figuraba en el basamento de la talla. Decía: Talla en madera, Simone Lapierre, 1946 y el título de la obra. Me quedé extrañado. Debía de haber alguna confusión pues no era un título muy apropiado para aquella obra. Así es que abrí el catálogo de las obras del Museo que siempre me acompañaba en mis visitas, y busqué la talla. Comprobé que bajo la fotografía de la obra, figuraba el mismo título y únicamente añadía: Talla cedida por la hermana de la artista. Movido por la curiosidad, me dirigí al guía de la Sala que en aquel momento pasaba por allí.
            –No sé –me dijo–, no es el primero al que llama la atención. Piensan que es un equívoco al colocar la leyenda, pero los especialistas del Museo se han asegurado, y como en el contrato de cesión de la obra por parte de la hermana de la artista figura también ese título, lo han respetado.
            Al salir compré una postal en la tienda del Museo; decía lo mismo. Cuando llegué a casa, la guardé y ya no volví a acordarme más de ella.


            Un año más tarde, mientras paseaba por París entre los “bouquinistes” del Muelle de Voltaire, vi un libro de pequeñas dimensiones escrito en francés y cuyo título me llamó la atención. Era la biografía de Simone Lapierre escrita por su hermana. Lo compré por curiosidad, y aquella misma noche, después de cenar, empecé a leerlo en la habitación del hotel.
            Era una sucinta biografía de la artista, en una autoedición de su hermana. Decía que Simone de Lapierre casó en 1927 con el Conde de Lapierre. No tuvo hijos, y sus últimos años los había dedicado a la talla de figuras. Dotada de una exquisita sensibilidad para las bellas artes, realizó esculturas que hoy estaban representadas en muchos museos de Europa. Murió en 1986 en medio de extrema pobreza ya que el Conde en los últimos años de su vida dilapidó todo su patrimonio.
            Aparte de sus datos biográficos, aquel libro no me decía mucho más, así es que intenté ponerme en contacto con la autora, pero al ser una autoedición sólo podía contactar directamente con la imprenta cuya dirección afortunadamente figuraba en una de la primeras hojas junto con el “copy right”. La imprenta, como era de suponer, se negó a facilitarme su dirección, pero me dijo que podía dirigirle una carta a la autora, y ellos se la harían seguir.
            No tenía mucha confianza, aun así, me decidí a escribirle indicándole que me gustaría saber algo más de su hermana y, sobre todo, de aquella maternidad cuya foto le adjuntaba, y le envié la postal que había adquirido en el museo.
            Con gran sorpresa por mi parte, un mes después, recibí noticias de la autora del libro invitándome a visitarla en su domicilio de París. Una semana más tarde, me recibía en una casa de la Rue Saint Jacques, próxima a la Sorbona.
            La hermana de Simone estuvo encantada de recibirme, máxime cuando le conté lo impresionado que había quedado al ver aquella talla en mi visita al museo.
            –Mi hermana –me dijo– se casó con el Conde de Lapierre, un hombre de excesivo mal carácter y muy posesivo que le hizo la vida más que imposible con sus celos y sus explosiones de ira. Ella hubiese querido tener un hijo, pero él siempre se negaba. Le decía que no sería una buena madre. Mi hermana era creyente y muy religiosa, y su confesor lo único que le pudo decir es que la voluntad de Dios es indiscutible y que ofreciese todo con resignación cristiana.
            La mujer se quedó unos instantes con la mirada ausente, luego pareció volver a la realidad y continuó:
            –La vida de Simone era un infierno. Un día me contó que había pasado por una iglesia y entró a desahogarse con el primer sacerdote que encontró en un confesionario.
            «Es cierto que hay que respetar la voluntad de Dios –le había dicho el sacerdote–, pero ¿cómo sabes que la voluntad de Dios es que sigas sufriendo de esa manera? A los cristianos nos gusta mucho flagelarnos. Mira, hija mía, cuando Jesús iba por los caminos de Nazaret –continuó el sacerdote–, sin duda se cansaba, y la Escritura nos dice que se sentaba al pie de una higuera a descansar junto con sus discípulos. “Venid también vosotros a un lugar tranquilo a descansar un poco”, dice Lucas. No se le ocurría decir –Qué cansado estoy, pero voy a seguir caminando pues tengo que sufrir por mi Padre–. Cuando Jesús viajaba por el desierto, sin duda tenía mucho calor y sufría agotamiento, pero no creo que se le ocurriese seguir sin buscar un poco de sombra. No creo que pensase –¡Qué calor tengo!, pero voy a caminar por allí que hace más sol, pues tengo que sufrir–. Mira, hija, yo no sé si por entonces existirían los sombreros de paja, pero te aseguro que si existían, Cristo, en el desierto, llevaría un sombrero de paja. Con esto quiero decir que hay que aceptar la voluntad de Dios en aquellas cosas que no se pueden evitar, pero para lo demás, hay que buscar una santa solución. Búscate tú también algo para que sigas el camino y puedas llevar la cruz que Dios a puesto en tu vida, pero procura, sin dañar a nadie, protegerte de alguna manera de las inclemencias. Busca algo en tu vida que, sin abandonar tus obligaciones de familia, te llene de ilusión y te permita seguir viviendo».
            Mi hermana me contó que salió muy reconfortada, y que posteriormente, volvió a la iglesia intentando hablar de nuevo con aquel sacerdote. Lo más curioso fue que nadie le supo dar razón, y le aseguraron que aquel confesionario, hacía tiempo que no era usado por nadie ya que el Párroco era el único que confesaba, y lo hacía en el que había junto a la sacristía que le resultaba más cómodo.
            La mujer calló durante unos instantes.
            –¿Tomará una copa de vino? –y sin esperar contestación se levantó y se dirigió hacia un cercano mueble-bar. Sirvió dos copas de oporto, y me entregó una. Luego volvió a sentarse. Suspiró lentamente y continuó:
            –A partir de entonces, empezó con su afición que nunca había podido realizar por dedicarse a su esposo. Le gustaba tallar, y, durante los años siguientes, aquello fue su afición favorita. Ello le permitía, en ciertos momentos, aislarse en el estudio que su esposo había consentido que tuviera en el sótano de la casa. Las tallas se empezaron a vender con facilidad a particulares e, incluso, algunos museos se interesaron por ellas. El Conde era muy jugador, y dilapidó toda su fortuna, así como lo poco que mi hermana conseguía con las tallas. Sólo después de muerta, sus obras adquirieron altas cotizaciones. Por entonces, mi hermana contrajo una enfermedad de laringe que tuvieron que operar, y si bien su vida no corrió peligro, el mal dañó sus cuerdas vocales lo que hizo que perdiese totalmente el habla. Pasaron los años y la economía del matrimonio fue de mal en peor. A la muerte de su esposo, no le quedó más remedio que reconocer que su situación era precaria, y tuvo que vender todo. Los merchantes y acreedores se hicieron cargo de toda su obra artística. Una mañana se presentaron en su estudio y se llevaron las esculturas embaladas en cajas las cuales iban etiquetando cada una con su título. Cuando se fueron a llevar una de ellas, mi hermana, ya sin poder hablar, les hizo señas indicándoles que aquella talla la quería conservar.«¿Qué es?» –le preguntaron. Ella, en la libreta que siempre llevaba para comunicarse con los demás, les escribió algo y se lo entregó. El hombre la miró extrañado y luego etiquetó la caja que dejó aparte. Aquella obra permaneció en casa de mi hermana durante años. Ya al final de su vida, me dijo que era lo único que poseía y que como no tenía descendencia, a su fallecimiento me ocupase yo de darle sepultura y que me dejaba la obra para que pudiese sacar algo para los gastos –la mujer calló unos instantes y luego continuó:
            –A la muerte de Simone, liquidé lo poco que poseía y me traje la talla que no quise vender. Posteriormente me pareció que era una obra que debía estar en un museo y por eso la cedí. Supuse que era un tributo que le debía a ella. Cuando en el museo abrieron la caja, había una “maternidad”, una bellísima talla de una mujer con un bebé en brazos, y en la tapa figuraba el título de la obra. Aunque les extrañó, decidieron conservarlo como voluntad de la artista. El título decía: “Mi sombrero de paja”.



El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.

Publicado en la Revista "La Sirena de Aragón" con fecha abril 2009