lunes, 30 de marzo de 2009








LA BUENA NUEVA

¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion!

   Am. 6, 1

(Todos los profetas se han alzado siempre contra la hipocresia religiosa de quienes se creen en orden con Dios, porque cumplen sus ritos, despreciando los conceptos más elementales de justicia social y de amor al prójimo.)



jueves, 26 de marzo de 2009

LOS PICOS DE EUROPA

© : RAMON MARZAL


            -¡Por allí van! ¡Mírelos, mírelos!
            Y yo me desojo atisbando por entre los vericuetos de la pared rocosa. Creo haber visto alguno dando saltos impresionantes, y otros en la arista de una roca, erguidos sobre sus cuatro patas.
            –Al amanecer, se ven más –torna el empleado–, pero cuando las cabinas empiezan a funcionar, se asustan y se retiran.
            La verdad es que no estoy para buscar rebecos entre los abismos que se observan desde la cabina del teleférico. También en el Pirineo tenemos rebecos, allí, los lugareños les llaman sarrios.
            Unos minutos antes, en la estación del valle, mientras esperábamos la llegada de la cabina del teleférico que desde Fuente Dé nos llevará al Mirador del Cable en los Picos de Europa, mi amigo Marcelino, el catalán de dialéctica sosegada, le decía a Rotger.
            –Creo que te daré el billete a mitad de su precio.
            Rotger decía que no subía; que ya había estado en otra ocasión. Pero a medida que la cabina se acercaba Marcelino insistía medio en broma, medio en serio:
            –Pensándolo bien, te regalo el billete.
            Y cuando la cabina entraba en el anden la estación, y vio en realidad su tamaño, escaso para seis personas, dijo:
            –Creo que además, te podría dar cien duros.
            Todos reímos de buena gana.
            –La numero 2 con seis personas –dice el empleado por el teléfono de la cabina. Suena un timbre y ésta se pone en marcha.
            Al principio, se nota la aceleración, pero cuando ya pendes del cable sobre el abismo, y han desaparecido los puntos de referencia visual, da la sensación de que algo se ha estropeado y la cabina se ha parado. Miro al empleado; su tranquilidad me reconforta. Y uno, que en esto del vértigo tiene los suyo, y decirlo no le importa, siente como un no sé que, se ha atascado en la garganta. Claro que en esto de buscar rebecos se van sus buenos sesenta segundos en los cuales, no se piensa en aquella película de James Stewar, cuyo título no me acuerdo, en que una cabina del teleférico con sus diez personas se encuentra en un suspense que dura cerca de dos horas de proyección y que termina precipitándose al vacío; con el “malo” claro está.

            La tensión se hace mas fuerte cuando la cabina empieza a subir, casi vertical, por el vientre que hace el cable, y da la sensación de que se va a estrellar contra la pared rocosa, donde se ve una cabaña que en tiempos parece ser que habitaron unos mineros. De pronto, vemos como se cruza con nosotros la cabina que desciende. Es entonces cuando nos damos cuenta de la verdadera velocidad que llevamos.
            –Veintiocho kilómetros por hora –nos informa el empleado.
            Tres minutos y cuarenta segundos le ha costado salvar en abismo. Cuando al fin llegamos a la estación de arriba, sentimos un frío intenso que se clava hasta en los tuétanos. No es de extrañar; estamos en la nieve a 1.844 m. de altura. Marcelino se ha puesto la gabardina, y yo llevo un jersey recio, pero olvide la trenca en el coche allá en el valle.
            Cuando salimos de la estación nos damos cuenta que cerca de 4 minutos de suspense han valido la pena. Pero hace frío, mucho frío y vamos sin calzado apropiado. Algo inmenso nos invade en aquella cumbre cubierta de nieve. Parece ser que hemos tenido suerte, pues la atmósfera esta clarísima y en derredor nuestro, inmensa panorámica de sol, nieve, cumbres y abismos que sobrecogen el alma. No es de extrañar que en la mayoría de las religiones, los hombres hayan situado sus dioses en las altas cimas. Si fuésemos con ropa y calzado apropiado nos podríamos internar, y en dos horas nos colocaríamos en Peña Vieja, o llegaríamos hasta la base del Naranjo. Tenemos que desistir; lo veremos otro día desde el lado Norte. Marcelino insiste en sacarse unas fotos en el Balcón de Cable. ¡Válgame Dios, este Marcelino! El Balcón sobresale en el abismo, y su suelo enrejado contribuye en la sensación de parecer que uno está flotando en el vacío. Al fondo, el naciente río Deva; bosques de hayas y robles; trigo y viñedos. De los últimos se hace el famoso orujo de estos lugares. Días después, José Manuel, un compañero de Unquera, nos obsequiará con una botella, pero me quedé con ganas de probar en auténtico “tostadillo”. A nuestros píes, el viento ruge; mejor dicho a los pies de Marcelino, ya que está en el Balcón, pues la verdad es que yo prefiero ver el panorama desde ”tierra firme”. Ahora se ha cubierto el cielo, pero aun así, allá en el valle se puede ver la estación.
Decidimos descender.
             La sensación es mucho mayor ahora. Sólo bajamos nosotros dos, la cabina pesa menos y por añadidura se ha levantado el viento. Nos balanceamos en medio del abismo. Cerca de kilómetro y medio de cable nos sujeta. El catalán quiere dejar constancia de estos momentos y dice que le saque una foto. Le complazco pero tengo mala suerte, a mi regreso a Zaragoza me doy cuenta que me falta un carrete, precisamente éste, menos mal que tengo los que saqué en la cumbre. El empleado nos dice que los días de viento no funciona el funicular.
            –¿Peligroso? –le preguntamos.
            –No, pero el público se impresiona –nos contesta. Le creemos.
            Cuando llegamos al valle, Rotger nos espera. Comemos cerca de la estación, sentados sobre un tronco tendido en el suelo, a 1090 m. sobre el nivel del mar. Damos buena cuenta de las viandas que nos han puesto en el hotel: bocadillos de tortilla, jamón y queso, todo ello regado con el clásico vino de cooperativa, y para postre piña en almíbar. Echo en falta el vino de mi bravío Aragón. El café lo tomamos en un bar de allí mismo, pero salimos enseguida fuera; el ambiente cargado huele a sacrilegio en la pureza de las cumbres. Felices y despreocupados ocupamos unos bancos de leño al pie del paredón de roca. Suenan argentinas voces de muchachas que han llegado en un autocar. Todo cuanto nos rodea es belleza, sosiego y … paz.
            Todavía el sol está muy alto, cuando el coche corre por las márgenes del Deva, donde el salmón, la anguila y la trucha hacen las delicias de los pescadores. Cuentan romanceros y leyendas que por estas tierras de Espinama corrió sus andanzas, Iñigo López de Mendoza, Marques de Santillana.
            Ahora, siempre bajando, el coche se desliza por la orilla izquierda del Deva. Pasan a nuestro lado bellas muchachas lebaniegas; a fe mía que son bellas; las más, luciendo sus “encantos”, que en esta tarde primaveral la Naturaleza nos muestra cuan pródiga suele ser en los mismos.
            Mientras yo me aferro al volante, Marcelino, a mi lado, comenta con Rotger las bellezas del paisaje. Chopos, fresnos y abedules; por todas las partes el verdor; el inconfundible verdor del norte de la península. Por entre las grietas de un farallón surge al cielo, atrevido, un castaño. Desde estas cimas hubo una nueva derrota para los ejércitos musulmanes cuando volvían de Covadonga. Hay quien dice que fue milagro; otros, la estrategia de Don Pelayo; lo cierto es que, un corrimiento de tierras acabó con las ya diezmadas huestes de la media luna. Rápidamente el río tuerce hacia el norte y por estrechos desfiladeros, que hacen juego con la angostura del lugar, la carretera se desliza a lo largo del cauce, sorteando grietas y ciclópeos farallones. Suena el agua en místicos murmullos por el río lebaniego; canta a lo largo de su cauce las gestas de Don Pelayo; tierras éstas que fueron cuna de su hijo Favila, segundo rey de Asturias. El río Deva, que ahora forma limite entre las provincias de Santander y Oviedo, busca afanoso su camino hacia el mar.

            Por la noche cuando, tendido en la cama, comento con Luis Pereira, mi compañero de habitación, un robusto mocetón lucense, para más datos, aunque con poco acento, la excursión del día, noto como se van cerrando mis párpados. Llegan a mis oídos vagas voces desde el salón de la planta baja y una paz inmensa me rodea. Y es que, Marcelino, Rotger y yo, allá en los Picos de Europa, a 2.000 m. de altitud, hoy hemos estado …UN POCO MÁS CERCA DE DIOS.



martes, 24 de marzo de 2009








   No destruyáis las creencias que hacen a otros felices, si no podéis inculcarles otras mejores.

Juan Gaspar Lavater (filósofo suizo)



miércoles, 11 de marzo de 2009

EL FANTASMA DEL PAZO (2)


© RAMON MARZAL


LEED   ANTES   LA   PRIMERA   PARTE   DE   ESTA   NARRACION   EN   LA   ENTRADA   DEL   DIA   26-2-2009

Ir la Primera Parte



EL FANTASMA DEL PAZO  (2ª PARTE)

            Aquella noche, después de tomar una frugal cena que se había preparado, decidió quedarse al amor de la lumbre de la chimenea. Aunque sabía que aún había whisky en la botella que había encontrado, no quiso abusar, y uso la que había comprado en el colmado. No era de su marca preferida, pero le dio igual. Miró nuevamente el retrato y el escudo de encima de la chimenea, y una vez más comprobó el medallón que llevaba en el bolsillo. No había ninguna duda. Eran exactamente iguales. 

             Recordó que seis meses antes lo había adquirido en un mercado de las Hébridas Exteriores. Un hombre con acento gaélico le había dicho que lo había comprado en el Noroeste de España a una mujer joven que vendía antigüedades celtas, y que le aseguró era original. Como quiera que a Arthur MacLean la cultura celta le había interesado siempre, decidió después de pedirle más datos al hombre, llegarse hasta España e investigar. Por lo visto había llegado al punto exacto de donde provenía el medallón.

             Volvieron a dar las horas en el reloj de pared de la habitación, y entonces le vino a la memoria los acontecimientos de la noche anterior. Pero no habían transcurrido unos minutos cuando creyó oír unos ligeros ruido en el piso de arriba. Prestó más atención y al instante oyó crujir las maderas de la escalera que daba a los áticos. Y entonces la luz se apagó. Todo estaba en completa oscuridad. Únicamente a través de las amplias ventanas de la sala, entraba la luz blanca y precisa de la luna que, aunque vagamente, iluminaba la habitación. Arthur permaneció en el sillón con el brazo en tensión soportando el vaso de whisky. Oyó crujir nuevamente los escalones de la planta de arriba, y desvió la mirada hacia allí; y entonces sucedió. Vio aparecer en la puerta de los áticos que se abría a la galería de la primera planta, la silueta de una mujer esbelta cubierta con una túnica blanca. Caminó a lo largo de la galería y al llegar al centro, se detuvo. Volvió la cara hacia donde estaba el hombre y durante unos instantes se detuvo frente a él como mirándole desde lo alto. Levantó un brazo y le señaló con el dedo, después, con la misma solemnidad que había llegado, se volvió otra vez hacia la puerta que conducían a los áticos y lentamente desapareció. Volvieron a oírse crujir las maderas de la escalera y luego el abrirse y cerrarse una puerta. Después, todo quedó de nuevo en silencio. Durante unos instantes, Arthur permaneció mudo en medio de la oscuridad de la sala sólo amortiguada por la luz de la luna que bañaba la estancia. Tenía la garganta seca a pesar de tener todavía medio vaso de whisky en la mano. Se lo tomó de un trago. En aquel momento la luz volvió y nuevamente todo quedó como estaba hacía unos minutos.

             No lo pensó más y decidió de una vez comprobar aquella especie de visión. Encendió todas las luces del piso superior, cogió el manojo de llaves que tenía sobre la repisa de la chimenea y subió. Los escalones que daban al ático crujieron a su paso. Llegó hasta la primera habitación. Estaba cerrada; la abrió y miró en el interior. Tan sólo unas camas desarmadas que estaban tal como las dejó el día anterior. Volvió a cerrar la habitación y decidió ir a la otra. Intentó abrir con la llave, pero se dio cuenta de que estaba sin cerrar con llave. Entró, pero no pudo ver nada; la luz ahora no funcionaba. Allí ocurría algo, y todo estaba en aquella habitación. Decidió investigar con luz al día siguiente. Salió, cerró la puerta con llave y bajó a la planta baja.

            Permaneció junto a la chimenea. No sabía que pensar. En algún momento creyó que serían imaginaciones suyas, pero no. Aquellos sonidos habían sido reales. Las puertas se habían abierto y cerrado, y los escalones crujieron bajo el peso de alguien, y luego la vio aparecer.

            Pensó que alguien le quería gastar una broma y no quiso dar la sensación de estar asustado, por lo que decidió no contar nada al guarda a la mañana siguiente. Lentamente, dejó en vaso en la repisa, echó un nuevo tronco en la chimenea y subió la escalera camino de su habitación. Cuando hubo entrado cerró la puerta con llave, pero lo pensó mejor y puso una silla haciendo palanca en la manivela. Luego se acostó envuelto en sombríos pensamientos.

            La mañana estaba bastante avanzada cuando al día siguiente se levantó. Había tardado bastante en dormirse, y a la madrugada, había permanecido gran parte en un completo estado de duermevela. Desayunó abundantemente y luego salió al exterior bajo los eucaliptos adonde estaba el coche. Recogió del maletero una linterna grande y entró nuevamente en la casa. Subió directamente hasta la habitación del ático que servía de desván. Abrió una pequeña ventana y una luz clara inundó la habitación. Empezó a mirar por todos los sitios levantando cajas y quitando sábanas que tapaban algunos muebles viejos. No encontró nada de particular que le llamase la atención. Había un montón de cachivaches propios de cualquier desván: una mecedora, una cuna, cajones y estantes con libros. Había, incluso, una jaula y en el fondo, un armario grande. Fue hacia el y lo abrió; estaba casi vacío. Colgaban únicamente unas pocas perchas con prendas pasadas de moda. Ya iba a cerrarlo cuando se le ocurrió correr las perchas hacia un lado para ver el fondo. Le pareció que estaba algo inclinado y cuando apoyó la mano, la madera del fondo cedió un poco por lo que le dio la sensación de que detrás había algo. Corrió del todo las perchas y se fijó en el fondo. Lo empujó y la madera se deslizó hacia atrás dejando ver una pequeña oquedad intramuros que albergaba una escalera de caracol que descendía. A Arthur el corazón le empezó a latir con fuerza. Aquella escalera descendía en medio de la oscuridad. Encendió la linterna y bajó. Al principio, no veía nada luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y con ayuda de la linterna siguió bajando lo que calculó serían unos tres pisos. Por fin, llegó a una especie de sótano. Hizo un barrido con la linterna. No vio más que un túnel natural que tras pocos metros le llevó a una especie de cueva, y se dispuso a inspeccionar el lugar. No parecía haber más que trastos viejos pegados a los muros, pero cuando se acercó más pudo ver todo mejor. Aquellos trastos no era lo que parecían. Había vasos de plata repujada y máscaras de bronce. Vio una figura que era un ciervo, le pareció también de bronce. A un lado, había relieves en piedra y una especie de calderos con figuras en su exterior. En otro lado, un montón de espadas y lanzas; ruedas y una corona de bronce. Su intuición le dijo que eran celtas.

            Se adelantó hasta un pasadizo oscuro y húmedo que había al fondo de la cueva. Le pareció oír voces apagadas e incremento las precauciones. Después de unos pocos metros, el pasadizo doblaba. Se topó con una escalera que ascendía. Subió con precaución; al final podía ver un ligero resplandor. Apagó la linterna y siguió en dirección a la luz. A medida que se acercaba las voces se hacían más claras. Luego reconoció la voz del guarda que hablaba con una mujer que por su voz parecía joven. Entonces se dio cuenta de que estaba detrás de la puerta que había visto junto a la leña apilada cerca de la casa.
            –No podemos tenerlo mucho más tiempo en la casa –decía el guarda al otro lado de la puerta.
            –A la semana que viene tenemos que llevar varias piezas al anticuario, y las tendremos que sacar por la casa –se oyó la voz de la mujer.
            –Si, desde luego no sé por qué Lorenzo nos lo tuvo que enviar sabiendo que teníamos tan cerca un envío.
            –Déjame hacer a mí, padre –volvió a decir a la mujer–. Tendré que ser más convincente con mi actuación.
            –No te arriesgues o lo echaremos todo a perder. 
            –No te preocupes, padre. He cogido gran experiencia después de tanto tiempo. Anoche me pareció verle temblar –la mujer rió.
            Arthur oyó unos golpes en la puerta. Al parecer el guarda estaba acumulando más leños sobre la pila que, de paso, servían para disimular aquella entrada.

            Volvió por donde había llegado. Se quedó mirando todavía las piezas en la cueva, y entonces notó que pisaba algo y se agachó. Era una figurita de bronce de unos 5 cm. Le pareció que era un animal, una especie de jabalí. Se la metió en el bolsillo e inició el ascenso por la escalera de caracol hasta la habitación. Dejó todo como estaba y volvió a cerrar la puerta con llave. Luego bajó hasta la sala y se sirvió un vaso de whisky, esta vez bastante
lleno.
             Empezó a pensar sobre todo aquello; ahora estaba claro. Bajo la casa, había existido algún castro antiguo donde se habían depositado todas aquellas piezas de origen celta. El guarda las había descubierto, y ahora se dedicaba a venderlas por su cuenta. A la vez que impedía que se vendiese el pazo, pues a él no le beneficiaba, ahuyentando a los posibles inquilinos con ayuda de su hija y del mesonero.

            A finales de aquella semana, Arthur había decidido marcharse. No quería verse involucrado en nada de lo que sucedía allí. Fue al pueblo por última vez para comprar algunas cosas y ni siquiera pasó por el mesón. Desde que se había enterado que Lorenzo, el mesonero, también estaba implicado, procuraba no verse con él. Ya cerca del mediodía se fue hacia el pazo, pero a medida que se acercaba, notó algo anormal. Había varios coches aparcados en la entrada junto a la casa del guarda; dos de ellos eran de la Guardia Civil. Por precaución decidió no llegarse hasta allí y metió el coche por un camino estrecho que le dejó directamente ante el acantilado. Simuló estar viendo el mar, pero no quitó la vista de la entrada. Vio salir de la casa al guarda con dos guardias civiles que se metieron en un coche. Luego salió también la hija que se metió en otro coche. Había también tres o cuatro personas parecían civiles que momentos después, tras cerrar la puerta de la casa del guarda, se montaron en dos coches y siguieron a los demás.

            Desde donde estaba, Arthur podía observar toda la escena, e imaginó lo sucedido. Las actividades del guarda y de su hija habían quedado a descubierto por los administradores quienes les habían denunciado. No supo que hacer. Era evidente que él no tenía nada que ver, sin embargo, le preocupó que el guarda no le hubiera hecho ningún contrato, por lo que no podía demostrar que estaba allí alquilado. Podía marcharse en aquel momento, pero tenía cosas en la casa, entre ellas su documentación, que si las encontraban podían demostrar su identidad. Por otra parte, tenía todavía la llave de la casa. Permaneció mucho rato allí durante el cual no vio ninguna actividad en los alrededores. Decidió no entrar. Montó en el coche y se dirigió otra vez hacia en pueblo. Tampoco entró en el mesón. Salvo el mesonero, nadie sabía que él se alojaba en el pazo, así es que deambuló por las callejas. Entró a comprar unos dulces en una panadería y, mientras esperaba, oyó comentar a la panadera con otras clientas lo sucedido, que se había corrido rápidamente por todo el pueblo.
 
            –Mi marido –decía la panadera– ya se imaginaba lo del contrabando.
            –¿Contrabando? –dijo una de las clientas.
            –Sí señora. Contrabando del grande. Antes era tabaco, pero ahora parecer ser que eran drogas. Grandes cantidades de drogas que almacenaban en la casa grande. Por eso iba tan poca gente por allí.
            –¡Qué barbaridad! –dijo otra–. A mí el guarda me parecía bastante raro.
            Cuando le llegó el turno, el inglés pidió unas tortas de bizcocho y salió del establecimiento. No sabía que hacer y decidió perderse por los alrededores en espera de que anocheciese.

            Ya era muy tarde. La noche era clara y una luna ya disminuida iluminada débilmente el entorno cuando Arthur llegó de nuevo con el coche hasta el pazo. Se le ocurrió que podía dejar el coche fuera y entrar a recoger sus cosas, pero lo pensó mejor y dedujo que si alguien lo veía, podía sospechar, y él no tenía nada que ocultar. Decidió obrar con toda la naturalidad, así es que abrió la puerta de pazo, introdujo el coche y lo llevó hasta la casa. No quiso encender ninguna luz y sólo usó la linterna cuando subió hasta la habitación. Metió en unas bolsas lo poco que tenía. Se cercioró de que no quedase nada que pudiese delatar que había estado allí y bajó al piso de abajo. Entró también en la cocina para dejar todo como lo había encontrado y después de haberlo comprobado salió a la sala decidido a marcharse, pero antes quiso tomarse el último vaso de whisky. Se lo sirvió junto a la chimenea que estaba apagada y fría. A la poca luz de la luna que entraba por las grandes ventanas de la sala, miró una vez más el gran retrato de mujer que presidía la pared de la chimenea. Luego dirigió su vista hasta el escudo y, de nuevo, sacó de su bolsillo el medallón. Lo contempló junto con la figurilla del jabalí que había encontrado y que se había guardado. Y entonces ocurrió.
             Al levantar la vista hacia la galería superior que llevada los dormitorios y a los áticos, vio la figura de la mujer de blanco que le observaba desde la altura. Hubiese querido gritarle que se dejase de farsas, que sabía quien era pero algo le contuvo. Sabía que la Guardia Civil se había llevado a la hija del guarda. Algo le hizo permanecer callado. La figura de la mujer era de un blanco traslucido, emitía un ligero resplandor y cosa muy rara, transmitía serenidad. La mujer fue avanzando por la galería, pero en esta ocasión no andaba, parecía como si se estuviese deslizando a lo largo de la tarima. Llegó hasta donde había estado la vez anterior, pero siguió avanzando hasta la escalera, y entonces Arthur la vio bajar de la misma manera, sin mover los pies, como si una especie de ascensor invisible la estuviese descendiendo. Cuando llegó a la planta baja, siguió avanzando hasta donde el hombre estaba y a un metro aproximadamente se detuvo. Arthur pudo comprobar que en esta ocasión algo anormal estaba sucediendo o al menos, algo para lo que no tenía explicación. La figura se aproximó un poco más y le tendió la mano hacia las suyas que todavía tenían el medallón y la figurilla de bronce. Entonces, a pesar de la oscuridad, le vio el rostro luminoso y creyó haberlo visto antes. Parecía como si la mano de la mujer le tocase, pero sólo sintió un frío intenso. La mujer tenía la palma de la mano hacia arriba, como esperando recibir algo y entonces, Arthur se dio cuenta de una cosa: le estaba solicitando lo que tenía entre las manos. Él le tendió los dos objetos y sin saber cómo, pasaron a las manos de la mujer. Ella tomó la figurilla de jabalí y alargó la mano nuevamente hacia él. Una vez más, volvió a sentir aquel frío y entonces la figurilla pasó a la mano de él. La mujer pareció sonreír, dio media vuelta y volvió a marcharse, llevándose el medallón. Subió la escalera de la misma manera y atravesó la galería hasta que desapareció por la puerta que conducía a los áticos. Arthur quedó unos momentos sin moverse, tendida todavía la mano donde la mujer había depositado la figurilla. No llegó a saber nunca los minutos que transcurrieron.

             Le sacaron de su sopor las campanadas del reloj de pared de la sala, y entonces, notó que volvía a la realidad. Sintió algo extraño, tomó la bolsa con sus cosas que había recogido y se dispuso a salir. Antes tomó el último sorbo del whisky y luego fue a dejar el vaso en la repisa, y al hacerlo volvió a mirar el retrato de la mujer. El vaso se desprendió de su mano y se estrelló con estrépito contra el suelo. Encendió la linterna y subió lentamente el haz de rayos hasta la mujer. Su rostro se había transformado. Ahora comunicaba serenidad y sonreía. Entonces vio que la cara era la misma que acaba a de contemplar hacía unos instantes frente a él. La mano derecha ya no estaba a la altura de su garganta; había descendido. Sobre su terso cuello, pendía un medallón con la insignia del sol celta. El hombre dejó el juego de llaves encima de la chimenea y rápidamente marchó del pazo cerrando la puerta desde fuera.

                        * * *
            Cuando terminó su relato, los cuatro ancianos permanecieron callados durante unos momentos. Hacía tiempo que la partida se había suspendido y no se oía el golpear de las fichas sobre el tablero de la mesa. Una monjita se acercó al inglés. 
            –Por fin ha llegado tu pensión –le dijo. 
            En hombre depositó sobre la mesa una especie de figurita de bronce en forma de jabalí que llevaba en la mano y tomó el sobre. Decía: Para Arthur MacLean.




lunes, 9 de marzo de 2009








LA BUENA NUEVA

Quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un sólo codo a la medida de su vida... No esteis angustiados por el mañana. Cada día tiene bastante con su propio mal.

   Mt. 6,25



FRAGMENTOS DE POEMAS

© Ramón Marzal







LA MANO AMIGA
(fragmento)

Tú eres María
                  la flor de bondad
que al borde del sendero
                  me diste caridad.


Y yo, el pobre
                  que sin saber a do camina
halló en su vida el consuelo
                  de tu buena mano amiga.




POR TODO ESO
(fragmento)

Porque eres paz
                  en la vida incierta
Porque eres gloria
                  que el cielo envidió
Porque eres bálsamo
                  en la herida abierta
Del vivir infausto
                  que mi corazón llagó

Por todo eso...
                  ...te quiero yo