miércoles, 29 de abril de 2009

INCENDIO EN LA 41 ESCUADRILLA

© RAMON MARZAL


            El soldado de primera Ortega se encontró tendido en el suelo cubierto de cristales y cascotes. Cuando pudo reaccionar, no se acordaba de lo que había sucedido. Lentamente, levantó una mano y se la llevó a la frente; entonces vio que estaba cubierto de sangre. Se oían gritos a su alrededor, y vio a compañeros suyos que corrían por todas las partes, algunos, la mayoría, iban sin vestir. Unos pocos habían cogido sus armas y corrían hacia ninguna parte sin saber que es lo que sucedía.
            Entonces debieron de dar las siete de la mañana y a través de los altavoces del acuartelamiento sonó la orden de “diana”. La orden estaba grabada en cinta y conectada para que sonase a las siete en punto. Aunque aquella mañana ya no hacía falta despertar a nadie.
            –¡Nos están atacando! –gritó un recluta que debió de confundir la orden. Estaba muy asustado.
            El soldado de primera Ortega quiso gritar pero las palabras no le salieron de la boca. Procuró no angustiarse y mentalmente pasó una revisión a todo su cuerpo. Las manos las podía mover puesto que se las había llevado a la cara. Intento mover las piernas comprobó con satisfacción que aunque lentamente los pies y las piernas respondían a las ordenes del cerebro. Lentamente se llevó la mano a la cara y se tapó un ojo, luego alternó; por el momento, veía bien. El acuartelamiento era un caos y nadie venía en su auxilio. Tuvo la intención de levantarse, pero pensó que podían estar heridas las cervicales y permaneció en su sitio. Sin forzar el cuello, intentó mirar hacia lo que había sido la pequeña oficina del acuartelamiento donde él estaba cuando sucedió la explosión; había desaparecido juntamente con la habitación de al lado que hacía la veces de armero donde se guarda algo de munición. Oyó las sirenas de bomberos y de la policía aérea que en pocos minutos acordonaron el acuartelamiento y llenaron con sus vehículos el patio del mismo. Cuando quiso darse cuenta, la totalidad de la dotación de la compañía se encontraba vestida, o a medio vestir según se viese, con su respectivo armamento. La policía aérea, jamás había visto tanto juntos, llenaron el recinto y las primeras ambulancias hicieron su aparición. La palabra “terrorismo” empezó a circular entre los componentes de la “41 escuadrilla” a la que el soldado de primera Ortega permanecía con destino en las oficinas del acuartelamiento. El oficial de guardia se había hecho cargo de la situación en espera de que llegase el Jefe del acuartelamiento que ya había sido avisado. Unos compañeros le encontraron en el suelo del patio en medio de cristales y cascotes de lo que había sido su oficina, y avisaron a los sanitarios. Éstos le pusieron un collarín y lo trasladaron de inmediato a la enfermería para una primera inspección antes de trasladarlo al hospital. Allí, Ortega se enteró que el único herido había sido él, aunque se desconocía la gravedad de su estado hasta que no se le practicase un amplio reconocimiento. Una hora más tarde, ocupaba una cama del Hospital Militar donde contestaba como podía a las preguntas de varios doctores. Pasó también a visitarle el capellán castrense, después del cual se quedó en observación pues sus recuerdos eran confusos. Sólo pudo decir a los superiores que le preguntaron en un primer momento que acababa de llegar a la oficina cuando ocurrió la explosión y ya no recordaba nada más hasta que se vio tendido en el suelo del patio. En el cuerpo de guardia del acuartelamiento habían confirmado su llegada quince minutos antes.

            Después de una semana en el hospital, pocos recuerdos tenía de todo aquel incidente. Unas costillas fracturadas, un tobillo dislocado y contusiones en todo su cuerpo. Los médicos diagnosticaron también una pérdida transitoria de memoria que iría remitiendo con el paso de los días. Sus compañeros de escuadrilla se acercaron a visitarle hasta el hospital y le mantuvieron al corriente de los acontecimientos. Al acuartelamiento de la 41 escuadrilla, había llegado personal de los servicios secretos de Madrid y se estaban llevando a cabo rigurosas investigaciones.
              Una mañana se presentó un Teniente de Servicio Secreto, de Madrid y le volvió a tomar declaración.–Simple formalidad– dijo. El soldado corroboró las declaraciones que había dado ya con anterioridad a sus superiores. El Teniente le deseó un rápido restablecimiento y se marchó. Mes y medio más tarde, totalmente restablecido, le dieron de alta en el hospital y se reincorporó a su destino, aunque debido a que su anterior oficina estaba completamente destruida se le había habilitado un despacho en el edificio de la Jefatura.

            Habían pasado más de tres meses desde que ocurrió el incidente y aunque en muchas ocasiones se barajó el termino ”terrorismo” esto no pudo ser confirmado y las investigaciones que se llevaron a cabo dieron como resultado que había sido un accidente. Que por causas desconocidas había estallado la munición del armero anexo a la oficina lo que hizo saltar por los aires las dos habitaciones. Se tambalearon algunas cabezas de la Jefatura del acuertelamiento y del Sector Aéreo, pero todo se arregló. Se confeccionó el correspondiente informe y se tomaron medidas para que la acumulación de material peligroso se hiciese en lo sucesivo en un lugar seguro. Todo ello provisionalmente, pues al acuartelamiento estaba próximo a ser trasladado a un lugar más alejado, para lo cual hacía tiempo que se habían iniciado la construcción de un nuevo acuartelamiento, en un lugar próximo al aeropuerto, y a la que, a partir de entonces, se le dio prioridad absoluta. Las instalaciones eran más modernas con todas las comodidades. Incluso con calefacción ya que en el actual se estaban sirviendo de estufas de leña.
            Cuando el soldado de primera Ortega leyó el informe, que curiosamente llegó a sus manos dado su destino en la Jefatura, le agradó sobremanera el hecho de que en el nuevo recinto pudieran disponer de calefacción. Ya no tendría que verse obligado a encender diariamente la estufa con todos los inconvenientes que ello suponía. Además siempre faltaban astillas y esto ocasionaba serios trastornos. La memoria del soldado Ortega empezó a recuperarse hasta que llegó momento en que se dio cuenta que dadas las circunstancias, y puesto que el asunto estaba cerrado, era preferibles dejar cerrada la puerta de sus recuerdos, por lo menos hasta después de su próximo licenciamiento.

  
                      * * *

            El soldado de primera Ortega desde que se le dio destino había estado en la oficina del acuartelamiento. Esto tenía sus ventajas, pues era él quien ponía las guardias y siempre podía salir beneficiado, pero también estar en aquella oficina tenía sus inconvenientes, pues en la mesa cercana a la suya estaba instalado su Sargento con el que había tenido ya serias discusiones. En el despacho aparte estaba su Capitán. Era éste un oficial de muy mal carácter que sentía la milicia hasta dentro de todo su ser. Dirigía a su escuadrilla con mano de hierro y por supuesto a sus más inmediatos subordinados en la oficina: un brigada que nunca estaba, un sargento, ya mayor, siempre amargado y el soldado de primera Ortega.
            A las 8 de la mañana, llegaban al acuartelamiento los dos suboficiales y por supuesto la oficina tenía que estar ya preparada. Todo el acuartelamiento era muy antiguo en sus instalaciones, por lo que carecía de calefacción y tenían que valerse de estufas de leña cuya provisión de madera tenía que estar dispuesta por el militar de menor rango y por consiguiente por el soldado de primera Ortega. Para el veterano no le suponía un gran trastorno tener que estar al corriente del suministro de la madera pues abundaba en las instalaciones. Pero lo que si era un fastidio era el encendido, pues no había astillas ni maderas delgadas ni, por supuesto, ningún artilugio para poder hacerlas. Únicamente había troncos grandes que sólo servían cuando el fuego ya estaba adelantado.
            En más de una ocasión se había llevado una soberana bronca por parte del sargento, el cual todo hay que decirlo tenía al soldado bastante ojeriza, porque cuando había llegado él, pasadas las 8 de la mañana, la oficina estaba fría, sobre todo en los días de riguroso invierno. El Capitán no le daba ninguna preocupación pues llegaba bien avanzada la mañana y para entonces, la oficina siempre estaba ya caliente. El soldado había encontrado una solución, y es que como solía pernoctar en casa, se llevaba de su domicilio un cartucho de papel con las correspondientes astillas que se preparaba la noche anterior. Así, cuando llegaba a la oficina, lo primero que hacía, antes incluso de quitarse el capote pues la oficina estaba helada, era retirar de la estufa las cenizas del día anterior, y tras de meter un montón de papeles viejos que tomaba de la papelera, introducía las astillas que se había llevado y luego algún tronco más pequeño; a continuación le prendía fuego.

            Aquella mañana había salido con tanta urgencia de casa, para poder estar en el acuartelamiento antes del toque de diana que olvidó el cartucho que, como de costumbre, se había dejado preparado ya desde la noche anterior. Cuando llegó a la oficina intentó sin ningún éxito encender la estufa con los troncos que tenía, pero, a pesar de la gran cantidad de papel que acumuló en el interior de la estufa, éstos se consumieron sin que los leños hubieran prendido lo más mínimo. Sacó todos los troncos y con una navaja intento hacer algunos cortes transversales que dejasen al descubierto algunas virutas, y tras meter nueva provisión de papeles, volvió a intentarlo de nuevo. Las técnicas aprendidas en los Boys Scouts no servían. Los troncos no prendían y lo que es peor, por la gran cantidad de papel empleado empezó a salir humo por lo que hubo de abrir las ventanas de la oficina. Eran cerca de las ocho de la mañana, y la estufa estaba sin encender. A pesar de estar la ventana abierta estaba sudando enormemente pues ya se veía con un arresto por parte del sargento el cual llegaría en cualquier momento. Y entonces tuvo una feliz idea. Volvió a introducir los troncos dentro de la estufa y cerró la ventana, luego bajo a la planta de abajo. Por el acuertelamiento había cierta calma pues toda la escuadrilla estaba desayunando en el comedor. Se acercó hasta la habitación que hacía de imprenta. Supuso que estaría ya abierta pues la orden del día tendría ya que estar en la prensa, una antigua impresora “Minerva” que proporcionaba también más de un disgusto al cabo primero responsable de la misma. Entró y no vio a nadie. Tenía la intención de pedirle al cabo primero un poco de gasolina que le diese alguna facilidad para prender los troncos pero no había nadie allí. Espero unos instantes y como el impresor no aparecía por ninguna parte, buscó por su cuenta la gasolina. Encontró el recipiente en un extremo, una lata de unos 5 litros y estaba casi llena. Eran más de las ocho de la mañana, no podía esperar, los reclutas habían empezado a salir del comedor. Tomó la lata y corrió a la oficina. Subió de un salto los tres escalones que había hasta la puerta. El sargento no había llegado todavía, así es que levantó la tapa superior de la estufa y vertió una gran cantidad de líquido en su interior. Se aseguró de que todos los troncos estuviesen bien impregnados. Volvió a dejar la lata en el imprenta; el impresor todavía no estaba, y volvió a subir a la oficia. Luego cogió un folio lo arrugó en forma de porra, le prendió fuego por un extremo y lo aplico a la parte baja de la estufa.

  

                      * * *

            Tres meses más tarde, el soldado de Primera Ortega era licenciado y al año siguiente los medios de comunicación mencionaban el traslado del acuartelamiento de la “41 escuadrilla” situado en el centro de la ciudad a las instalaciones cercanas al Aeropuerto. Algunos medios mencionaron de pasada aquel incidente de supuesto “terrorismo” que nunca quedo definitivamente aclarado.


El anterior relato es parte integrante del volumen III de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.








LA  BUENA  NUEVA

Escuchad esto los que pisoteáis al pobre y queréis suprimir a los humildes de la tierra. Los que achicáis las medidas y aumentáis el peso falsificando las balanzas. Los que compráis por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalis.
¡Jamás se olvidaran vuestras obras!

        Am. 8,4-7

SENTIMIENTOS

© textos y acuarela: Ramón Marzal




Yo soy la nube tormentosa
que a merced de los vientos va
cruzando el mar de la vida
inutil...
            el poderse parar.








Yo soy como el ciego, que en tinieblas

por la vida caminando va,

errando, tropezando y cayendo

inutil...
                 el poderse levantar.

jueves, 16 de abril de 2009

AMMIHUD (Novela)





SINOPSIS DE LA NOVELA AMMIHUD

Autor:Ramón Marzal García





            La obra comienza con un prólogo que se desarrolla en el año 1250 a.C. con la conquista de Jericó por los Israelitas. Un personaje (AMMIHUD) ofende a Dios, y toma una determinación cuyas consecuencias transcenderán a la época actual, donde se desarrolla la novela.
            "A pesar de la aversión que sentía a los espacios cerrados, Ismael se introdujo en el pasadizo. Sabía que si le ocurría algo, nadie le iba a encontrar allí..." así comienzza el capítulo I .

            La acción se desarrolla, principalmente, en un pueblo (ficticio) situado geograficamente en el Pirineo aragonés, entre las localidades de Escuer y Biescas. Ismael que es propietario de algún negocio no muy limpio,vive en el Hostal del pueblo, propiedad de la protagonista (Agueda) a la que él llama su sobrina.

            En la cripta de una ermita abandonada, descubre parte de un pergamino escrito en hebreo antiguo, junto con unas hojas con parte de la traducción al castellano, las cuales hablan de un círculo de 12 rocas, al parecer, con poderes especiales. Ismael decide averiguar el significado y origen del pergamino investigando en varias fuentes y todas ellas le conducirán a Israel.

            Por otro lado, en una excavación arqueológica en Méjico, es hallada la mitad de una figura de jade de origen olmeca con unos jeroglíficos al dorso que,  a traves de varios avatares, terminará en poder de un coleccionista judio de Méjico D.F.  Este judio logra hacerse con la traducción de los pictograbados que le hablarán también de un círculo de piedras "en tierras lejanas". Las claves le conducirán también a Israel. A partir de ahí, una serie de personajes pretenden, por diferentes motivos, hacer con el círculo de las 12 rocas.

            Al Hostal, llega un peculiar personaje (Victor) que dice ser escritor y está buscando documentación para una novela, sin embargo, la verdad es otra muy diferente. Entre este personaje y la dueña del Hostal (Agueda) surgirá una relación sentimental que irá progresando a lo largo de la obra. 

            Las doce rocas serán encontradas y enviadas a España, pero debido a ciertas circunstancias se perderá la pista de las mismas. Este acontecimiento hará que Ismael huya del pueblo y llegue a París. La historia tendrá su climax en el último capítulo donde se sabrá el verdadero enigma de las rocas, se aclarará otro posible misterio y se consolidará el amor entre el escritor y Agueda.

            Al principio de la obra, hay una nota del autor en la que dice que el círculo de las rocas existió en la realidad, y es citado en la Biblia en el primer capítulo del Libro de Josue. Sin embargo, las 12 rocas nunca han sido halladas.  En cuanto al  nombre de AMMIHUD también figura en la Biblia, en el Libro de Números, pero su protagonismo en la novela es totalmente ficticio. 










   Da pena ver collares y anillos de oro colgados al cuello y dedos de la imagenes de la Virgen, mientras hay personas que se mueren de hambre.

Juan Pablo I.




Dios no necesita cálices de oro, sino almas de oro. Comenzad a dar de comer a los hambrientos, y con lo que sobre decorad el altar.

Juan Pablo II, en Canadà el 14 de Septiembre de 1984



jueves, 9 de abril de 2009

MIGUELITO

©Ramón Marzal


            Miguelito tenía 4 años cuando sus padres, Don Miguel y Dña. Encarnación, decidieron irse a vivir a un piso viejo de una casa no menos vieja en la parte antigua de la ciudad, detrás de la Catedral. Después de casarse, se habían instalado en casa de la madre de doña Encarnación, y cuando nació el niño, empezaron a pensar en irse a vivir independientes a un piso. Después de hacer serios estudios sobre los ingresos que, como empleado en la oficina de una Compañía de Seguros, recibía Don Miguel, el matrimonio Olmedo se cambió a un tercer piso de una casa en el casco viejo de la ciudad.

            Fueron tiempos heroicos para el joven matrimonio quien, recién acabada la guerra, no tenían otra ilusión que sobrevivir. Disponía la casa de un amplio dormitorio que daba a la calle, con una alcoba donde le habían instalado una cama a Miguelito; un comedor que nunca se usaba; un despacho, sin ventanas a la calle, para D. Miguel y una cocina grande con un cuarto de desahogo también obscuro que hacía las veces de despensa, ropero y cuarto de trabajo, y donde se guardaban infinidad de cachivaches. En aquella cocina grande transcurría la apacible vida de los Olmedo. En un extremo, junto al balcón, había una mesa camilla con sus faldillas de color siena, que en otros tiempos debieron de ser rojas, y bajo aquella mesa, al amparo de las faldillas, Miguelito poseía su "Santa Sanctorum”. Un par de cajones colocados en el lugar donde debía de haber un brasero, albergaban los tebeos y los pocos juguetes de madera y hojalata pintada que disponía el niño: todas sus pertenencias. Allí fueron los primeros contactos de Miguelito con su imaginación y su mundo de fantasía.
            En verano, Doña Encarnación sacaba el cajón de los juguetes al balcón, y al resguardo de un toldo descolorido, se pasaba el niño horas enteras, mientras su madre, en el otro extremo de la cocina, se dedicaba a sus quehaceres. El balcón daba a una callejuela estrecha, frente a lo que era una especie de corral donde la casera del Deán cuidaba algunas gallinas. Don Pablo, el Deán, un sacerdote bastante mayor de generosa papada, se pasaba las horas no ocupadas por su Ministerio, en estar sentado en una quejumbrosa mecedora situada en la solana, desde donde podía ver el balcón de los Olmedo, mientras confeccionaba pelotas con trapos viejos y cuerdas, que luego regalaba a los chicos del barrio.
            Miguelito, desde su situación dominante en el balcón, y al amparo de aquel toldo, se pasaba gran parte de las mañanas cantando con argentina voz, una y otra vez, las canciones que oía a su madre. Debía de hacerlo bastante bien, pues el sacerdote, desde su galería, en más de una ocasión, había comentado con Doña Encarnación que a su debido tiempo, si al niño le gustaba cantar y seguía con aquella voz, deberían ingresarlo interno en la Escolanía de la Catedral, de la que él era Director. A Miguelito no le hacía ninguna gracia y decía que no, pero su madre sonreía, y simplemente decía: –Ya veremos, ya veremos–, y continuaba colgando la reciente colada que desprendía un penetrante olor a lejía.
             La verdad es que Doña Encarnación estaba muy entusiasmada con la sugerencia del Deán, y el niño oía como se lo comentaba a su padre, diciéndole que sería una gran oportunidad, dado que darían estudios al niño y, sobre todo, una manutención que en aquellos años, los Olmedo no estaban muy seguros de poder cubrir tal como las circunstancias requerían.

            Cuando volvieron los fríos, el cajón de los juguetes de Miguelito retornó otra vez a su lugar debajo de la mesa, y en niño de nuevo ocupó el íntimo espacio que le proporcionaban aquellas cortinas que colgaban de la mesa. Sin embargo, la despierta mente de Doña Encarnación había empezado a urdir una sutil trama. Las canciones de tipo popular o coplas que siempre cantaba cuando estaba haciendo las faenas del hogar, se vieron sustituidas, cuando estaba en presencia del niño, por otras de carácter religioso, por lo general las que escuchaba en la Misa dominical, o aquellas que, cuando era niña, le habían enseñado para el mes de Mayo, las monjitas de la Consolación.
            Todos los días, la madre de Miguelito, después de darle el desayuno, permanecía un buen rato con él, empeñada en que aprendiese la letra de las canciones que más tarde entonaba ella y luego hacía que la cantasen juntos. Para el niño era una diversión, más que por aprender las canciones, porque aquello le aseguraba la atención de su afanosa madre.

            La familia Olmedo solía ir los domingos a Misa de 12 en la Catedral, sin embargo, Doña Encarnación, por su cuenta, empezó a frecuentar la Misa de 9, que era cuando cantaba la Escolanía. Al finalizar la misa, se acercaba hasta el coro y, de paso, se dejaba ver por el Deán, al que saludaba con una ligera inclinación de cabeza. Luego, se quedaba hasta que veía salir las dos filas de formalitos niños, vistiendo, al igual que lo haría su Miguelito –imaginaba–, el albo roquete de percal plisado sobre la característica sotana roja.

            Así las cosas, mal que bien, pasó el invierno y llegó la primavera, y con ella la Semana Santa. Los Olmedo, fieles a las tradiciones de la España de aquellos años 40, llevaron al niño a ver la procesión del Domingo de Ramos y la correspondiente bendición de palmas. Para el niño fue una fiesta. Aquella procesión que todo el mundo llamaba “de la borrica”, los ramos de olivo y las palmas. Miguelito llevó una con un gran lazo de raso azul pálido, pero lo que más le entusiasmó eran los dulces que su madrina le había sujetado entre las trenzadas hojas de aquella palma, y la cual terminó llevando Doña Encarnación. Pero cuatro días más tarde todo cambió.

            Miguelito, en la alcoba anexa al dormitorio de sus padres, soñaba con la procesión que había visto unos días antes y, de pronto, empezaron a oírse lejanos y siniestros ruido de tambores. El niño se movió intranquilo en su lecho en medio de apagados quejidos. Su madre entró en la habitación y lo envolvió en una manta; luego tomándolo entre sus brazos lo sacó al balcón. Su padre se había puesto una bata encima del pijama, y estaba también allí. Miguelito miró hacia la calle. Dos hileras de encapuchados, portadores de unos grandes cirios encendidos, se deslizaban por entre la estrecha calleja. Si el niño había tenido alguna señal de sueño, en aquellos momentos, le había desaparecido. Permanecía en silencio acurrucado entre los brazos de su madre y al amparo de la manta que le tapaba. Se cubrió gran parte de la cabeza dejando solamente una ranura entre los pliegues por la que podía ver la calle. Se sintió así más protegido. La tímida y oscilante luz de los cirios proyectaba sobre las paredes de la calleja las fantasmagóricas sombras de los encapuchados, que junto con el humo de las velas embriagaron la atmósfera de la calle. El ruido de los tambores se incrementó, y sólo cesó cuando de oyó una voz grave que pronunció –“Séptima estación”–. De pronto, por la cercana esquina de la calle, y al abrigo de aquel reptil luminoso apareció la silueta de un gran crucifijo. Lo llevaban cuatro encapuchados en una peana encima de los hombros. El Crucificado, al tambalearse al compás de los pasos de sus portadores, daba la sensación de querer desclavarse. El niño contenía la respiración. La atmósfera empalagosa del incienso mezclada con el olor a cera derretida ascendió entre las casas de la calle, y llegó hasta el balcón del tercer piso donde el hijo de los Olmedo, a estas horas, estaba totalmente escondido entre los pliegues de la manta. Hubiese querido gritar, pero los brazos de su solícita madre que le abrazaba le serenaron. Miró hacia abajo. Detrás del Crucificado, que había visto en alguna ocasión en la Catedral, descubrió al Deán vestido con una gran capa, como no lo había visto nunca, iba rodeados de varios encapuchados. El niño se le quedó mirando, le pareció que elevaba la vista hacia donde él estaba, y hasta imaginó que levantaba una mano señalándole, como en un gesto acusativo. En medio de místicos murmullos, pasaron las sinuosas filas de encapuchados y cirios humeantes, luego, en un momento que el niño se atrevió a mirar de nuevo, vio a unos seres cubiertos con vestidos negros y un gran velo del mismo color que les ocultaba el rostro. Arrastraban cadenas en los pies, y junto con el ruido que hacían éstas al chocar contra el adoquinado, se dejaba oír un sordo y lúgubre lamento que le sobrecogió; Miguelito no lo soportó más. Volvió la cabeza rápidamente, abrazóse al cuello de su madre y escondió su cara, al amparo de su seno. Poco a poco, el murmullo de las plegarias, el ruido de los tambores y el arrastrar de las largas cadenas fue decreciendo, hasta que desapareció por el otro extremo de la calle. Las personas que seguían al cortejo fueron dejando atrás el balcón de los Olmedo, luego desaparecieron por completo. Quedó el lugar nuevamente en silencio, cubierto todavía del humo y del aroma dulzón del incienso. Doña Encarnación llevó al niño hasta su cama. Le abrigó, y tras darle un beso en la frente, salió de su alcoba. Miguelito tardó en dormirse, y cuando lo hizo, soñó con encapuchados, sombras siniestras proyectándose en las paredes, ruidos de tambores y cadenas arrastrándose, y hasta le pareció oler en sueños el ambiente que todavía se respiraba en la calle.

            A partir de aquella primavera, ya nunca se oyó la argentina voz de Miguelito cantando en el balcón del tercer piso de una casa vieja detrás de la Catedral.




             El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.

lunes, 6 de abril de 2009

SENTIMIENTOS

© fotos: Ramón Marzal


Los niños que me encuento en cada esquina

trozos son de la alegría que perdió la Humanidad.

Son ellos las semillas de esperanza

que nos da la confianza de un mañana en amistad.







Un viejo nostálgico descansa, y en sus ojos

se vislumbra la aventura de esperar.

Va buscando a Dios con alegría

y cuando llega al fin del día, no se cansa de esperar.







Yo canto amor,amor,amor.
Los pájaros repiten mi cantar
Yo voy buscando a Dios con alegría,
deja el odio y ven conmigo a caminar

(Canción Anónima)