viernes, 27 de febrero de 2009


NO   OLVIDES   "PINCHAR"
LOS ENLACES DE ACUARELAS


UN ESTUDIANTE EN SANTIAGO






    UN ESTUDIANTE EN SANTIAGO


            Me lo contó el otro día en la Facultad, alguien que había estado estudiando en Santiago. El hecho se recordaba en toda la Universidad como el más chungón y humorístico del curso.

            –Venía a nuestro curso –me dijo–, un muchacho de Madrid a quien su padre lo mandó a Santiago quizá por apartarlo de un ambiente calaveresco.
            La gran cantidad de días que constantemente estaba lloviendo en Santiago hacía que el chico pidiese constantemente a su padre que le sacase de allí. El padre siempre le contestaba con la misma letanía:
            –“Estudia, hijo mío hasta que puedas mantenerte de los libros. Te adjunto cien duros. Tu padre...”
            Pero a pesar de los continuos giros de su progenitor, nuestro estudiante andaba siempre de cabeza. No fumaba, no bebía ni asistía a la regular partida de cartas en la tasca que había debajo de la pensión, pero siempre había alguna rapaza capaz de hacerle desaparecer los últimos duros que le quedaban.
            Vendió la pluma, regalo de su madrina, el anillo y hasta el reloj de oro que le regaló su padre cuando salió de Madrid. Un día hasta creo que para poder desayunar en casa de Don Bartolomé vendió la zamarra de cuero, regalo de su madre para los días lluviosos del norte, le había dicho.

            Nuestro estudiante se había agenciado una máquina de escribir antigua, y, en las pocas horas libres, se dedicaba a pasar a limpio apuntes para los compañeros, los cuales hacía con papel de calco para sacar alguna copia de más, pero aún así no le llegaba.Hasta que cierto día, al no poder desayunar, y temiendo que le pasase lo mismo a la hora de comer, fue a una librería de lance, y vendió los libros del curso.

            Aquel mismo día, mandó un telegrama a su padre:
            ¡Cuanta razón tenía, padre! ¡Ha llegado la hora! Hoy he empezado a mantenerme de los libros. Sácame de aquí. Tu hijo...


Publicado en “La Gaceta de Liceo Hispano”, el 3 abril de 1953

©: RAMÓN MARZAL



EL FANTASMA DEL PAZO (1)






            EL FANTASMA DEL PAZO
                 (Primera Parte)


            En la sala de estar de una residencia de la tercera edad, cuatro ancianos acababan de repartir las fichas de dominó sobre la mesa en que estaban jugando. Uno de ellos estaba reprochando a su pareja una mala jugada que les había llevado a perder la partida anterior.
            –Inglés, no estás en lo que haces, y a tu edad no creo que sea por mujeres –todos rieron.
            –Sí –dijo otro–. A veces, el inglés se queda como ausente. Como si estuviera viendo fantasmas.
            –Fantasmas, fantasmas. Eso es cosa de mujeres –dijo el tercero en la jugada.
            –Qué sabéis vosotros de fantasmas –por fin habló aquel al que llamaban el inglés–. Hace más de cuarenta años me contaron una historia que palideceríais si la oyeseis. Sí, amigos, los fantasmas existen.
            –Cuenta, cuenta –dijo uno de ellos mientras removía las fichas.
             El que llamaban inglés, se refirmó en la silla y después de unos instantes empezó:

* * *

            En el reloj de la gran sala que ocupaba la planta baja, sonaron lánguidas las doce campanadas de la media noche. Después de unos segundos, en algún lugar impreciso de la casa, se oyó el crujir de una puerta que se abría. Arthur que estaba dormitando en el sillón frente a la chimenea sobre la que humeaban unos leños ya consumidos, se despertó al oír las campanadas del reloj. Aplicó el oído con más interés cuando oyó crujir la puerta; era el único que habitaba la casa.

            Arthur MacLean había llegado hacía unas horas a un pueblecito pontevedrés. Había estado lloviendo casi todo el día desde que salió de la capital. Cuando llegó al desvío donde se podía ver el letrero que indicaba el nombre del pueblo, torció, y poco después entró con el coche por una angosta y desierta calleja hasta que desembocó en una pequeña plaza. Estaba completamente vacía, y únicamente se veía una tenue luz en un extremo de la plaza junto a una puerta donde se podía leer: «Mesón». Aparcó el coche y entró. Se dirigió a la barra y preguntó por un sitio donde poder pasar la noche. El mesonero, un hombre escurrido que arrastraba su pierna izquierda se le acercó.
            –Lo siento, aquí tenemos pocas habitaciones y están todas completas.
            –¿Y algún otro lugar por aquí cerca donde poder pasar la noche?
            –Pues en este pueblo, no. En todo caso –le dijo–, en el Pazo Corbeiro, pero no se lo recomiendo. Hoy hay luna llena.
            El recién llegado se le quedó mirando intrigado.
            –Vd. No es de aquí ¿verdad? –preguntó el del mesón.
            –No, soy escocés, de Edimburgo, desde hace un mes llevo visitando todo el norte de España y pensaba llegar hasta la ría, pero con esta tarde tan desapacible…
            –Querrá Vd. cenar algo ¿verdad? –el mesonero no desperdició la ocasión y señaló una mesa cercana–. Siéntese, enseguida le llevo unas sopas de la tierra y le pongo al corriente.
            El recién llegado se dirigió hacia la mesa que le había indicado en un extremo del comedor y esperó a que llegase el hombre. Se entretuvo mirando a los demás comensales. Pocas mesas estaban ocupadas; eran sobre todo personas mayores. En un extremo, cuatro viejos alrededor de una mesa hacían golpear las fichas del dominó sobre el mármol. Al poco, llegó el mesonero con un cuenco de sopas aún humeante que colocó encima de la mesa.
            –Para segundo, le pondré merluza que me han traído hace poco de la lonja –. El mesonero dio por hecho que a su huésped le gustaba el pescado y continuó:
            –Le cuento; verá Vd. El Pazo del que le he hablado está a poco de aquí, en dirección al acantilado. En verano, los turistas lo suelen alquilar, pero todos se quedan pocos días, y es que verá Vd. –el mesonero bajó la voz y se acercó más aún al recién llegado en un ademán de confidencialidad–. Se cuentan cosas extrañas de por allí. Parece ser, que fue propiedad de unos antiguos señores, descendientes de ciertos celtas de Cornuelles, en Inglaterra, quienes se lo dieron a su hija como dote de su boda. La noche de bodas, una noche de luna llena, el esposo la repudió pues comprobó que no era virgen. Ella huyó de la casa vestida únicamente con un sutil camisón de gasa blanca. Llegó hasta el promontorio y se arrojó por el acantilado. Por lo visto en el sitio en que se lanzó, encontraron un medallón que ella siempre llevaba y que, al parecer, era recuerdo de su madre. El hombre dicen que terminó volviéndose loco, pues todas las noches de luna llena, el alma de la mujer se paseaba por los corredores del pazo reprochándole al esposo su actitud, y exigiéndole el medallón que había perdido.
            –No me diga –dijo el escocés sin que diera signo de haberse creído una sola palabra de cuanto le había contado el mesonero.
            –Allí en el pazo, en una pequeña casa a la entrada, vive el guarda con su hija. La casa grande ahora está vacía. Los administradores viven en Pontevedra, y el guarda está autorizado a alquilar la casa. Pero los inquilinos, al parecer, no se quedan mucho tiempo. Dicen que la casa está encantada y que todas las noches de luna llena se pasean las “meigas” por la estancia –dijo el mesonero casi con un susurro–. Algunos cuentan que han podido ver las noches de luna, el fantasma de la joven desposada. Hace tiempo que el pazo está en venta, pero nadie quiere comprarlo. Dicen que esta habitado por “meigas”. Esta noche hay luna llena, y, posiblemente, el guarda se haya metido con su hija en su pequeña casa y ni le abra.
            –Hombre, mire Vd., me está intrigando, pero ya que no hay otro sitio por aquí, posiblemente me acerque hasta allí antes de que caiga la noche por completo. ¿Por dónde se va?
            –Cuando salga del pueblo por la derecha, llegará a la carretera, luego sigue en dirección a la ría y unos dos kilómetros más adelante verá un desvío a la derecha. Está señalizado “Pazo de Corbeiro”. A un kilómetro aproximadamente, se topará Vd. con los muros. La casa del guarda tiene también entrada desde el exterior.
            –Bien, gracias –dijo Arthur–. Tan pronto como acabe de cenar me acercaré.
            –Dígale que le envió yo, Lorenzo –dijo el mesonero quien arrastrando su pierna izquierda volvió al mostrador adonde habían llegado un par de clientes.
            Arthur MacLean salió del pueblo siguiendo las instrucciones del mesonero, y tan pronto como llegó al desvío que le había indicado torció a la derecha. Enseguida se encontró ante los muros ya oscuros de la entrada del pazo. Tal como le había indicado el hombre en el pueblo, se dirigió hacia una pequeña casa. Parecía vacía, pero aun así, dio unos golpes en la puerta. Al poco, se ilumino una luz en el interior y la puerta se abrió tímidamente. Apareció un hombre alto y enjuto de rostro.
            –Buenas noches. Me mandan del mesón. No tienen habitaciones libres y como me ha dicho que alquila el pazo, a lo mejor me quedo algún tiempo para visitar la zona.
            –Pase –el hombre cedió el paso al recién llegado y luego cerró la puerta–. ¿Y quiere esta noche? Hay luna llena.
            –Por supuesto. Algo me han dicho en el mesón, pero no tengo inconveniente.
            El guarda de acercó hasta una alacena y extrajo unas llaves que entregó al recién llegado.
            –Como es ya muy tarde, haremos mañana el contrato. Le voy a abrir la puerta grande para que pueda meter el coche.
            Ambos hombres salieron al exterior, y mientras el guarda abría el portón, el recién llegado puso el coche en marcha y lo introdujo en el pazo bajo una bóveda de eucaliptos y a través del camino de grava que crujió bajo las ruedas. Lo detuvo ante la puerta de la casa. Ahora ya era completamente de noche; sin embargo, una luminosa luna llena en un cielo carente de nubes iluminaba la silueta de la casa. El guarda abrió la puerta y conectó el interruptor general de la luz.
            –Allí, encima de la chimenea, tiene un manojo de llaves con las etiquetas a que corresponden –dijo señalando una amplia chimenea junto a la pared–. La cocina está al fondo, junto con una habitación pequeña de servicio, la despensa y un cuarto de desahogo. Arriba –dijo señalando la galería superior–, están los dormitorios y dos baños. Habrá cenado ya ¿no? Porque aquí no guardamos nada, todo es por cuenta del inquilino, por supuesto.
            El guarda se dirigió a la chimenea y encendió un fósforo, y al instante prendieron los pequeñas ramas que había encima de unos papeles. Cuando se aseguró que habían prendido bien, colocó encima unos pequeños troncos que había en una cesta junto a la chimenea.
            –La chimenea está siempre preparada. En el exterior, junto a la puerta que da a la cocina, verá Vd. un montón de troncos cortados. Bien, le dejo; si necesita algo ya sabe donde estoy. Ah –dijo volviéndose cuando ya estaba cerca de la puerta–, no se moleste en cerrar por dentro la puerta del dormitorio. A las “meigas” no les importa –y con paso más bien apresurado abandonó la estancia.
            Tras unos momentos, Arthur se dispuso a ver la casa por dentro. Pensó que debería habérsela enseñado el guarda, pero supuso que tendría prisa por volver a la suya. Entró en la cocina. Estaba todo muy limpio y ordenado en sus correspondientes armarios, y el mármol de la encimera, completamente brillante. Tal como le había dicho el hombre, una puerta daba al exterior, pero se encontraba cerrada con un cerrojo desde el interior. Volvió a salir a la sala y se dispuso a subir la escalera que llevaban a una galería donde daban los dormitorios. En el primero que entró, que supuso el principal, era muy amplio y un gran balcón daba a la fachada sur. Una cama grande con dos mesillas, un arcón, un par de butacas y un armario con un montón de colgadores vacíos era todo su mobiliario. Junto al dormitorio, uno de los baños. Le seguían tres dormitorios más y al final otro baño algo más pequeño. Al fondo de la galería, una escalera más estrecha subía a otra planta. Encontró enseguida la luz de esa escalera y subió. No había más que tres pequeños áticos. Uno de ellos estaba casi vacío; tenía solamente un armario y dos camas pequeñas. Las otras dos habitaciones estaban cerradas, pero no tardó en encontrar las correspondientes llaves entre el manojo que había cogido de la chimenea. Eran simplemente unos cuartos de desahogo. Uno de ellos con unas camas pequeñas desarmadas. Por lo visto sólo se montaban cuando iban a vivir al pazo más inquilinos; y el otro, completamente lleno de cachivaches. Volvió a cerrarlos como estaban, y después de asegurarse de que no había nada más, inició el descenso hacia la planta baja.
            Había cenado bastante bien en el mesón, por lo que simplemente se dispuso a estar unos momentos junto a la chimenea, a la que echó dos grandes troncos para que diesen calor a la estancia antes de irse a dormir.
            En un armario, junto a la vajilla, encontró una botella de whisky. La destapó y olió. No parecía que estuviese malo. Cogió del mismo armario un vaso y se vertió un poco que llevó a los labios. Estaba bien, así es que se llenó medio vaso y se dispuso a saborearlo sentado en un sofá frente al fuego. Se quedó mirando pared. Sobre la repisa de la chimenea, pudo ver el cuadro de una mujer de apariencia joven y hermosa, estaba de pie y tenía un gran porte. Su mirada parecía algo triste y su mano derecha estaba a la altura de su amplio y generoso escote. Sobre el cuadro, había labrado en la piedra de la pared como un escudo circular. No lo entendió muy bien, pero pudo ver que tenía las espirales de un sol celta. Depositó el vaso sobre la mesita que tenía junto al sillón y con cuidado sacó del bolsillo de su chaleco un sobre que abrió lentamente y que contenía un medallón. Cuando lo hubo hecho, volvió a mirar la pared. Era exactamente el mismo objeto que el medallón que tenía él. Volvió a meterse el sobre en el bolsillo y se reclinó nuevamente sobre el sillón. Luego se quedó como transpuesto.

            Al oír las campanadas, Arthur MacLean comprobó su reloj; el de la pared adelantaba unos tres minutos. Se levantó para poner más leños en la chimenea para que pudieran conservarse gran parte de la noche, y entonces fue cuando lo volvió a oír. Era como el crujir de una puerta en algún lugar de la casa. Suspendió sin colocar el último tronco que tenía entre las manos, y aplicó el oído. Quizá fuese el crujido de alguna viga de madera. En el reloj digital que llevaba en su muñeca sonó la señal horaria.
            –Vaya, la hora de los fantasmas –se dijo–, aunque creo que el mesonero les llamó “meigas” o algo así.
            Ya iba a colocar el tronco, cuando volvió a oír la puerta. Esta vez el sonido fue ya más claro como una puerta que se abriese e, inmediatamente después, volvió a oírse como si ahora se cerrara. Instantes después se percibió el crujir de unas maderas. Arthur terminó de colocar el tronco en la chimenea y se dispuso a dar una vuelta por la casa. Inició su visita nuevamente en la cocina, y comprobó que la puerta que daba al exterior permanecía cerrada con el cerrojo desde el interior. No percibió nada anormal, únicamente vio una puerta que daba a algún sitio que no había reparado la primera vez. La abrió. Era una pequeña despensa en la que sólo había, al fondo, un armario que encontró vacío y un pequeño saco de patatas. Por lo visto habían sido olvidadas por los últimos inquilinos. Volvió a cerrar la puerta y salió a la sala. Subió a las habitaciones de la otra planta. Todo estaba normal. En unos de los dormitorios, vio que la ventana estaba algo entreabierta y aseguró el cierre. Cuando hubo comprobado la última de las habitaciones, e incluso los cuartos de baño, decidió subir a la otra planta donde estaban los áticos. Algunos de los peldaños crujieron bajo su peso. Todas las habitaciones estaban igual que las había visto momentos antes y las dos habitaciones que estaban cerradas con llave permanecían igual. Una vez que se hubo asegurado de que nada anormal sucedía, volvió a bajar a la planta baja. Comprobó la puerta de entrada y tras cerciorarse de que había corrido el grueso cerrojo en el interior, subió al dormitorio principal. No había cerrojo pero la puerta tenía cerradura, así es que buscó la llave entre todas las demás, cerró la puerta con dos vueltas de llave y se acostó. Hacía frío en el ambiente. Los leños que había colocado en la chimenea no habían hecho gran cosa. Las sábanas parecían húmedas de tan frías. Por lo visto, hacía algunos meses que la casa había estado deshabitada, y luego, las lluvias de la última semana hicieron que la estancia estuviese realmente fría. Extendió completamente las piernas para ayudar a la circulación y entrar antes en calor; y por fin se quedó dormido.
            Se despertó sobresaltado. Oía como ruidos en el exterior. Concretamente en la planta baja. Hubiese querido bajar, pero había conseguido por fin entrar en calor y junto con otras circunstancias, le hicieron aconsejable permanecer acostado. Por fin volvió a dormirse.

            Entraba luz por la ventana a través de las cortinas. Miró el reloj. Eran cerca de las diez de la mañana. Jamás solía despertarse tan tarde, por lo que decidió ducharse e irse al pueblo a desayunar y luego hacer sus primeras compras. Así es que salió de la habitación para ir al baño y cuando había dado los primeros pasos, se quedó parado. Volvió hacia la puerta y se la quedó mirando. Como hacía en su apartamento, había salido simplemente de su habitación sin ningún contratiempo para ir al baño. Pero estaba seguro de que la noche anterior había cerrado la puerta de su dormitorio por dentro con llave, la cual luego había metido en el bolsillo de su chaqueta. Rápidamente entró en la habitación y lo comprobó. Las llaves estaban aún en el bolsillo. Caminó hacia el baño pensativo y tomó una ducha muy caliente que le reconfortó enseguida. Aquel incidente le había llamado la atención e incrementó su decisión de quedarse algún tiempo más por curiosidad.
            Llegó al pueblo casi enseguida pues la distancia no era mucha, y lo primero que hizo fue entrar en el mesón a desayunar. El mesonero se le quedó mirando
            –Buenos días –le dijo tan pronto como se acercó.
            –Buenos días –respondió el recién llegado–. Póngame un café con leche muy caliente. La mañana está muy desapacible.
            –¿Cómo ha descansado? ¿Se quedó por fin en el Pazo? –le preguntó mientras se volvía hacia la cafetera a preparar el café.
            –Bien, un poco frío. Gracias a los troncos en la chimenea.
            –Sí, eso no falta nunca allí.
            –¿Sabe dónde puedo comprar víveres?
            –¿Se va a quedar allí? –preguntó el mesonero algo extrañado.
            –Si, voy a quedarme unos días más–. El recién llegado no dio más explicaciones.
            –Aquí a la vuelta tiene un colmado. Lo lleva mi mujer –dijo el mesonero sin más, y marchó a atender a otros clientes.
            Cuando hubo desayunado, el inglés salió para ir a comprar todo lo que necesitaba. Volvió al pazo y antes llamó en la puerta del guarda para decirle que se quedaba y arreglar cuentas con él. Vio la puerta de su casa abierta; la empujó y entró. En la habitación del fondo se oyeron voces de una mujer que al parecer estaba hablando con el guarda.
            –Buenos días –gritó Arthur desde la puerta. El guarda apareció desde la otra habitación.
            –¡Ah! ¿Es Vd.? ¿Qué tal ha pasado la noche?
            –Un poco fría. Como la casa al parecer ha estado deshabitada, tendré que encender la chimenea todo el día.
            –No se preocupe por eso. Junto a la puerta de la cocina tiene una pila de leños. Puede coger todos los que necesite. Yo voy cortando y los apilo allí. ¿Va a quedarse?
            –Quizás unos pocos días más.
            –Bueno, si sólo son unos pocos días, no creo que haga falta hacerle ningún contrato. Cuando se vaya me paga los días que haya estado, y arreglado.
            –Muy bien, así lo haré.
            Arthur se despidió y se dispuso a meter en la casa los víveres que había comprado. Supuso que el guarda no le quería hacer el contrato para beneficiarse del alquiler del que no tendría que dar cuenta a los administradores. Quizá no era la primera vez que lo hacía, pensó.
            Cuando hubo colocado las vituallas sobre la encimera, salió por la puerta de la cocina, y se dispuso a meter troncos de leña para depositar al lado de la chimenea. Estaban junto a un muro no lejos de la puerta de la cocina, y al objeto de llevar varios a la vez, tomó un carretillo que encontró en los alrededores y fue llenándolo con troncos. Al coger no de ellos, la pila se derrumbó y dejó al descubierto una puerta de madera muy vieja que al parecer hacía mucho tiempo que no había sido usada. Tenía una pequeña abertura central con dos hierros a manera de reja. Miró en su interior. Era como una cueva que se perdía en la oscuridad y no le dió ninguna importancia. Cuando calculó que ya tenía bastantes troncos, llevó el carretillo hasta el interior de la casa.


(Continuará la Segunda parte en la próxima entrada)

Ir a la Segunda Parte

El presente relato forma aparte del volumen I de"Al Compás de la Ilusion"
©: Ramón Marzal



miércoles, 18 de febrero de 2009








LA  BUENA  NUEVA

Buscarás a Dios y lo encontrarás si lo buscas con todo tu corazón. Cuando estás angustiado y te alcancen estas palabras, te volverás a Dios y lo escucharás porque es misericordioso y no te abandonará.

        Dt. 4,29

lunes, 16 de febrero de 2009

A LO LARGO DE LA PIEL DE TORO



  LA  COSTA  BRAVA

©Ramón Marzal



            PUERTO DE LA SELVA                                      CADAQUES               
Desde la terraza del café donde me encuentro, se domina todo el panorama de la bahía. El sol, lentamente, se inclina hacia poniente, reflejando miles de rayos tornaso!es en las aguas tranquilas de este puerto natural que más bien parece un lago. En todo su contorno, el cielo no se junta con el mar. Sólo hacia el norte, las dos lenguas de tierra se abren para dar paso al mar abierto. Al sur, tras la cadena de montañas que componen la Sierra de Rosas, una densa humareda se eleva al cielo. El incendio que he visto a la salida de Rosas sigue inexorable su devastadora carrera.

Puerto de la Selva es un pueblo acogedor. Proliferan como en todos los pueblos de esta costa, los pintores, las tiendas de "souvenirs", los turistas despreocupados y las bellas muchachas de tez morena.

Mientras saboreo un delicioso café con hielo, sensual placer que no he podido tener en Cadaqués, y dejo ascender las lentas volutas de un cigarro puro, me dedico a observar cuanto me rodea. A decir verdad, el "cuanto me rodea" es una bella muchacha sentada en la mesa de al lado. Tentador motivo para cualquier pintor, para cualquier fotógrafo de glamour. Para cualquiera. Parece que está sola. ¿Y si yo...?... Mejor me voy. Tras el breve descanso, reemprendo el camino.

Bordeo toda la playa hasta dar la vuelta a la bahía. Desde la parte opuesta, Puerto de la Selva se me ofrece en toda su extensión a lo largo de la playa. Únicamente se ven algunas casas en la ladera de la montaña que sirve de fondo a este encantador pueblecito. A mis espaldas, queda la cumbre de San Salvador, y un ambiente de alegría y vida me envuelve cuando el coche corre ya hacia Llansá


Puerto de la Selva. Septiembre,
Barbarroja, en el año 1543, después de aterrorizar las costas de Italia y España, invadió Cadaqués arrasando el pueblo y su antigua iglesia.
Una nueva invasión ha tenido Cadaqués en las últimas décadas, esta vez benígna: el turismo. Sin embargo, ha sabido guardar su rancio sabor marinero. Las casas muestran sus fachadas encaladas al brillante sol del Mediterráneo, y en medio de ella su iglesia, reconstruida en el siglo XVII. Lástima que me quedo sin ver su interior. Creo que es notable el retablo barroco de su altar mayor obra de Pedro Costa. Tan en conjunción con el mar está, que entre las casas próximas al mar, escasamente se puede pasar. El pintoresquismo es subyugador. No es de extrañar que pintores y poetas se hayan afincado en Cadaqués, y la hayan hecho mil veces protagonista de sus obras.

No encuentro sitio para comer y decido llegarme a Port-Lligat. Atravieso calles estrechas. Port Lligat podría ser uno de tantos pueblecitos olvidados sin ningún aliciente turístico, pero su nombre va unido al de Dalí, cuya casa veo a lo lejos.
Quisiera acercarme al Cabo de Creus, la punta más oriental de España, cuya silueta parece recordar los míticos "zigurats" babilónicos. Sólo dista 7 kilómetros pero la carretera está en obras y, sin comer, decido volver a Cadaqués.

Recorro por la costa toda la bahía dispuesto a encontrar un sitio acogedor. Por fin en Playa Seca, en las inmediaciones de Punta Olivera, encuentro algo de sombra. Otros turistas hacen lo mismo y allí a unos 5 metros del mar paro a comer. La bahía es bellísima. Desparramados pueden verse esbeltos yates de amplio velamen. Botes con motor fuera borda y chinchorros multicolores. En el centro de la bahía se haya fondeado un pailebote aproado al viento mostrando su jarcia desnuda. Tras la comida vuelvo a subir la Sierra de Rosas. Abajo Cadaqués con sus casas viejas pero limpísimas y como fondo, el mar en vivo contraste con el diáfano cielo.



jueves, 12 de febrero de 2009

AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN (VOLUMEN I)



PRÓLOGO AL VOLUMEN I DEL LIBRO
"AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN"



            Al expresar los sentimientos a través de la escritura, fluyen nuevas sensaciones que liberan angustias reprimidas y olvidadas remembranzas. Entonces, el alma se serena.

            Desde muchacho, sentí la necesidad de plasmar aquello que no podía o no quería decir a los demás, quizá por pudor, pues siempre tuve el convencimiento de que el que escribe, inevitablemente, deja traslucir en su obra parte de su alma. Es por eso por lo que desde entonces, di el título a estos escritos, pues a través de la ilusión de una vida, y sobre todo de aquellos años de juventud, fui plasmando en hojas de papel mis ocultos sentimientos, mis vividas angustias y mis explosiones de gozo. Cuartillas que luego iban a parar en una carpeta y, con el transcurso de los años, terminaron durmiendo en el desván del olvido.

            Después de mucho tiempo de arrinconamiento, volvieron a resurgir aquellos escritos. He de confesar que la lectura de estos recuerdos, aunque difuminados por los años, me proporcionaron momentos de diferentes estados de ánimo. Unos, de nostálgico gozo y otros, de verdadero pesar que quisiera olvidar. Decidí juntar la mayoría de ellos en esta especie de cóctel que, por razones obvias, agrupé bajo este título. Quedan muchos escritos todavía que recopilar, leer y revisar, aunque en honor a la verdad, he de decir que la mayoría no han sido modificados, y están íntegros tal como fueron escritos.
            Faltarán también, por no ajustarse al motivo de esta publicación, los guiones y las adaptaciones radiofónicas que en 1955 escribí para la extinguida Radio Juventud de Zaragoza. Tampoco figuraran, la totalidad de las “Cartas a Mary”. Fueron escritas en momentos difíciles y bajo la presión de la emoción. Eran notas de vivencias, y las vivencias, por sí solas, no son textos literarios por lo que quedarán para siempre en el fondo de un cajón y de mi corazón.

            Los originales de las novelas cortas “Cumbres al Cielo” y “El pedernal”, o cuentos como “El heroico Jimmy” desaparecieron para siempre; y es que la juventud no es una época muy propicia para entender que la madurez gusta de los recuerdos.
            Tampoco se han hecho constar una veintena de poemas, que por haber sido escritos para una mujer, mi esposa, pasaron a su propiedad y dejaron de pertenecerme.
            Todo lo demás, he procurado recuperarlo sin cambiar nada, por lo que es posible que a través de estas hojas se deje traslucir una mentalidad y sentimientos propios de otras épocas pasadas.

            Al releer estos escritos, no dejan de volver a mí apasionados recuerdos, melancólicas memorias y desasosegadas experiencias, todas ellas siempre vividas “AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN”


RAMON MARZAL GARCÍA

©Ramón Marzal









LA  BUENA  NUEVA

      Clamarás y Dios te responderá. Pedirás socorro y Él te dirá: ¡Aquí estoy!

      Is. 58,9

miércoles, 4 de febrero de 2009

P O E M A

© Poema: Ramón Marzal



          





         TE BESARÉ


               Allá…


Allá en la noche sombría
silenciosa, triste y callando
cuando a solas en una vida truncada
en cien ilusiones
esté tu pensamiento vagando.

Allá en tus horas de tristeza
llena de una melancolía eterna
en silencio con tu llanto ahogado
en cien lágrimas
como perlas en un manto bordado.

Allá en tu lecho de espinas
litando y en una oración
que pides con esperanza plena
en cien plegarias
llenas de amor e ilusión.

Allá en tu mundo solariego
cuando tu espíritu y alma se rompe
preñada de penas y congojas
en cien pedazos
de amargo dolor y tristezas.


        Entonces…


Entonces
Lleva mi recuerdo a tu mente,
mis caricias a tu rostro
y mis besos a tu frente.

Entonces
Estrecha entre tus brazos
ese algo invisible
que nos une con sus lazos.

Entonces
Cierra tus ojos ardientes.
Mándame ir a ti, y yo
te arrullaré complaciente.

Entonces
Piensa que estoy a tu lado
sintiéndome como nunca
dicho, feliz y enamorado.

         Y yo...

Yo llegaré a ti enseguida,
en doquiera tú estés
Allá en tu lecho dormida
tímido y gozoso me acercaré
y cogiéndote, mi bien amada,

        Dichoso … TE BESARÉ.




(El anterior poema es parte integrante del volumen I de "AL COMPAS DE LA ILUSION" Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial)