viernes, 30 de enero de 2009

DISCURSO


DISCURSO DE AGRADECIMIENTO EN IBERCAJA DE ZARAGOZA POR LA CONCESIÓN DEL PRIMER PREMIO DE NARRATIVA EN VIII CERTAMEN LITERARIO DE RELATO Y POESÍA (Mayo 2005)


            Sr. Director de Centro Cultural y Social de Ibercaja, Sres. del Jurado, Señoras y Señores, amigos todos.
      Es un honor para mí, dirigirme hoy a todos Vds. a instancias de la Obra Social y Cultural de Ibercaja. Consciente de que hablo en representación no sólo de los ganadores del pasado Certamen, sino también de los finalistas y, por ende, de todos los participantes, no puedo caer en la tentación de considerar exclusivamente mías estas palabras y reflexiones.

      Hace justamente un año, nos reunimos en este mismo lugar, no tan sólo para entregar unos premios de poesía y narrativa, que también si hizo, sino más bien, como colofón a las DECIMOSÉPTIMAS JORNADAS SOBRE PERSONAS MAYORES auspiciadas por esta Obra Social.
       No puedo olvidar que en este mismo salón, junto a unos premiados y a unos finalistas del VIII Certamen Literario Nacional de Relato y Poesía, estuvieron también un número de participantes, cuyos esfuerzos sin duda alguna, no fueron menos merecedores que los primeros. Y es a este esfuerzo de todos, al que desde aquí quiero rendir tributo para compensar no sólo el trabajo, sino también el entusiasmo y, sobre todo, la ilusión.
      Y es a ellos, a los participantes; también, a todos los asistentes a este acto y a los que de alguna manera comparten el entusiasmo de todos nosotros, es decir escribir, a los que quiero dirigir estas palabras.


       Sin duda, en nuestro interior, más en una vez, habrá brotado una idea que hemos querido llevar al papel, pero no hemos conseguido encauzar la oportuna trama.
      También tendremos que reconocer que, al igual que los que por profesionales de las letras se tienen, nos habremos encontrado ante el bloqueo de la página en blanco. En repetidas ocasiones nos enfrentamos con unos personajes que se empeñan en aparentar ser de cartón piedra y habremos prestado atención para que el punto de vista no nos cambie sin darnos cuenta en el transcurso del relato.
       Supongo que a cuantos os hayáis decidido por la narrativa larga, os habrá pasado como a mí. Muchas veces, cuando la narración se ha extendido, nos hemos metido tanto dentro de los personajes que no hemos estado seguros de querer finalizar. Y es que al acabar una historia secundaria, y regresar a la principal, nos ha parecido como si nos encontrásemos de nuevo entre amigos. Y llegados a este punto, no estábamos muy seguros que va a suceder con ese círculo de amigos, el día en que, indiscutiblemente, tras llegar el clímax de la obra, tengamos que poner la palabra fin. 

      En cierta ocasión, un crítico me dijo que si eso sucedía es que se habían trabajado bien los personajes. Yo he de confesar por mi parte que al finalizar un trabajo, la única forma de salir de esta especie de depresión “post parto”, es iniciar rápidamente otro. Es algo que os lo recomiendo. Creo que no habré sido la única persona, de cuantos soñamos llevar al papel una historia, al que le haya sucedido esto.
      Luego, tras unas semanas de dejar reposar el trabajo, nos enfrentamos nuevamente a él. Ahora, hemos de reconocer que sobran unos cuantos folios y, a veces, hasta todo un capítulo; tenemos que eliminarlo «¡Con lo bien que me había quedado!», decimos. Os ha sucedido a todos, ¿verdad? Pero, comprobamos que nada aporta a la historia, y no queda más remedio que deshacernos de él.

      Y que me decís cuando nos falla la estructura. Cuando perdemos de vista el eje principal o damos demasiada importancia a los personajes secundarios. Nueva lectura; nueva versión. Ciertos nudos narrativos básicos se deben sostenerse más. ¡Cuidado! Si prolongo demasiado el final, puede producirse un anticlímax. En realidad, ¡toda una odisea!

      Cuando, logramos terminar la historia, con cierta timidez, la presentamos a nuestros amigos íntimos, y les solicitamos nos pasen sus desinteresados comentarios. «Muy buena –nos dicen–, aunque yo pondría…». Recogemos sus opiniones, y nos encontramos ante el dilema de tener que hacerles caso o no. Por lo general, los amigos siempre son muy benévolos. Por supuesto, hay un pequeño grupo de sus opiniones a las que decimos: «¡Ni hablar; no tienen razón!». Luego, habrá otro pequeño grupo al que diremos: «Sí; está bien como lo dicen, pero como yo soy el que escribe la historia, pues se queda así». Y por último, habrá otro gran grupo al que, queramos o no, tendremos que rendirnos a la evidencia, y reconocer que tienen razón, porque 8 ojos siempre han visto más que dos. 

      No voy a seguir con la retahíla de dificultados con las que todos los que pretendemos escribir nos hemos encontrado. Por eso, he de confesaros que nunca me he encontrado más perplejo que cuando alguien, después de leerte, te dice tan convencido:
–Porque, esto de la narrativa, ¿es fácil no?

      Por fin, tras días, semanas o quizás meses, logramos levantar en alto un legajo de folios más o menos abultado, y decimos: ¡Ya está! Luego comprobamos que no, que no está, y que éste es el único parto que conocemos que tras dar a luz a la criatura, no se han acabado los dolores. Ahora, hemos de enfrentarnos a ese duro peregrinaje de editor en editor, en espera de que nos acepten nuestro trabajo.

      Y una vez tras otra, hemos de ir recibiendo repetida cartas, cuyos textos clonados deben de estar ya escritos de antemano, en la que se nos reconoce nuestra labor, pero… o no es el momento oportuno, o no está en su línea de edición o tienen, por el momento, cubierto su cupo editorial. Cuando en realidad, lo que quieren decir es: “Lo sentimos mucho, pero estimamos que su nombre no nos va a proporcionar unos beneficios económicos que merezcan la pena arriesgarnos”.

      Afortunadamente, todavía quedan Instituciones, Organismos Asociaciones o Entidades, entre las que podemos contar a Ibercaja, en cuyo foro nos encontramos, dispuestas a romper una lanza en favor de aquellos que no tuvimos la suerte de poder coger el tren de la popularidad. De aquellos que en su momento, dimos todo: tiempo, atenciones y trabajo a los nuestros, y sólo cuando se relajaron nuestras obligaciones, a lo que considerábamos era lo primordial para nosotros, nos permitimos el placer de poder dar rienda suelta a nuestras aficiones, y poder plasmar en unos cuantos folios, todos nuestros sentimientos.
       Es pues deber de bien nacido, agradecer a Ibercaja, en nombre no sólo de los premiados, sino de todos los participantes, su atención hacia nosotros, por la oportunidad que tenemos de que se nos lea y, con o menos benevolencia, tener el aplauso de todos Vds.

      En mayo de 1985, el diario Libération de París publicaba una encuesta recopilando lo que más de 400 escritores, de 80 países y en 28 lenguas, pensaban de porqué escribían. 
       Hoy, algunas de sus respuestas nos darían que pensar o al menos nos harían sonreír:
      Las había filosóficas: José Donoso, por ejemplo, decía: “Escribo para saber por qué escribo”;o el paraguayo Roa Bastos: “Escribo para evitar que el miedo de la muerte se agregue al miedo de la vida”.
      Y había también respuestas pesimistas.
Álvaro Mutis, por ejemplo: “Escribo por asco del mundo y de mi mismo”Samuel Beckett: “Escribo porque sólo sirvo para esto”
o el irónico Milán Kundera: “Escribo por el placer de contradecir”

      En cierta ocasión, Osvaldo Soriano decía a sus contertulios argentinos: “Escribo para combatir la soledad”. Quizás esta última contestación estaría más en línea con María Zambrano que en 1933 en la Revista de Occidente, y que luego incluyó en su escrito "Hacia un saber sobre el alma", decía: “Escribir es defender la soledad en que se está. Es una acción que sólo brota desde el aislamiento efectivo”.Mas tarde, algunos prosaicos, como Graham Green, declaraban: “Escribo por necesidad”, o William Faulkner: “Escribo para ganarme la vida”. 

      Quizás, estos autores sí podían escribir para ganarse la vida, pero en cierta ocasión, un escritor de renombre acababa de publicar su último libro y, con más o menos acierto, me decía en un “petit comité”: “Hoy de la literatura pocos viven, por lo que, a fin de cuentas, sólo publicamos para que se nos recuerde”.
      Aquello me trajo a la memoria que García Márquez también debía de pensar lo mismo cuando comentaba: “Escribo para que mis amigos me quieran y me recuerden”

      Pues bien, no se hasta que punto todas estas aseveraciones pueden ser exactas, pero también todos nosotros deberíamos, sobre todo al llegar a la madurez, hacer que se nos recordase. Y si determinados intereses económicos de algunos editores impiden que se nos publique, hagamos nuestra pequeña autoedición para regalar a nuestros amigos, seguros de que los que por amigos se tengan, esos si conservaran un ejemplar en su biblioteca, y en alguna ocasión, en el devenir de los años, lo tomaran, volverán a leerlo y a recordarnos.
Y nosotros, ahora ya, jubilosos, porque sabemos de antemano, que sólo en el recuerdo, se vive eternamente.

      Nada más y muchas gracias. 




viernes, 23 de enero de 2009

EL "TUBO" YA NO EXISTE

© Ramón Marzal




            EL "TUBO" YA NO EXISTE




            Acababa de visitar la cercana sala de exposiciones. Salí a la calle cuando ya anochecía un día de aquel riguroso invierno de 1998 y, antes de volver a casa, decidí caminar a lo largo de la calle Cuatro de Agosto. Hacía muchos años que no transitaba por aquellos lugares. Llegué hasta la intersección de la calle de los Mártires, y me quedé un poco desencantado. Ya no era la misma de cuando yo frecuentaba aquella parte de la ciudad. Hacía más de 40 años, pensé. El ambiente que proporcionaba la angostura del lugar ya no era igual. Incluso, yo diría que había desaparecido el característico olor a calamares fritos y también las vendedoras de tabaco.

             En la esquina de la Calle de los Mártires, por entonces, todavía existía Casa Lac. Miré a través de sus puertas con cristales; no había muchos clientes en aquellas horas. Me pareció que poco había cambiado. Su decoración, todavía tenía el encanto de principios de siglo. En realidad, ahora estaba convertido en un café espectáculo, que sólo abría al mediodía y por las noches. Claro que entonces, cuando yo era niño, lo que más se servían eran desayunos, sobre todo en convites. Aquellas primeras comuniones, donde lo característico era el chocolate, vienés, según el presupuesto, los dos bollos suizos y luego un vaso de leche, de aquellos altos que se servían hacía más de medio siglo y todo ello endulzado con los nostálgicos azucarillos. Me quedé mirando una pequeña tienda que había justamente enfrente; vendían casetes, relojes, pequeñas radios y algunas otras cosas más. Entonces, cuando yo era joven, era un salón de limpiabotas, donde invariablemente todos los domingos, iba a limpiarme los zapatos por cinco pesetas. Junto al salón limpiabotas, estaba el “Plata”, y digo que estaba, porque en aquel invierno de 1998 sólo quedaba de él las puertas tabicadas y el letrero sobre su fachada, como una frase lapidaria “Café Cantante Plata”. ¡Cuántas veces, al pasar, nos quedábamos mirando como podíamos por las rendijas de un tabique de madera colocado delante de la puerta, para que no se viese el espectáculo desde la calle! Allí, al fondo, junto al escenario, había siempre unos vejetes de temperamento sanguíneo, yo diría que siempre los mismos; aplaudían para que las cantantes se subiesen un poco más la falda o que, con un desliz intencionado, dejasen ver un poco más de la cuenta, disimulando después tras un fingido rubor. Cuentan que en las memorias de Trotski, antes de exiliarse éste a Méjico, a su refugio de Cayoacán, pasó por Zaragoza, y comentan que visitó el “Plata”.

            Ahora, ya de noche, continué por la calle Cuatro de Agosto. ¡Venían a mí tal cantidad de recuerdos de aquellos años de adolescente! Pasé junto a lo que habían sido unos billares. Parecióme llegar a mí aún el olor conjunto de los lugares cerrados y la tiza de los tacos, y oí también el ruido del chocar de las bolas de marfil sobre los tapetes verdes, al final de aquella escalera tan empinada. Seguí mi pasear por la calleja; un poco más allá, unos maderos apuntalaban la fachada de la casa de enfrente, justamente a lo que un día fue el Restaurante Casa Tobajas. Luego, la calle se ensanchaba, y allí, en un rincón, como queriendo permanecer en el anonimato, una tiendecita; una ortopedia con un letrero, que por entonces, aún existía, “GOMAS”.

             Y justamente unos metros más adelante, en el vano de una tienda cerrada, recordaba a una muchacha de cabellos rubios, muy joven, parecía, y algo atrevida y pizpireta. Atendía por Lolo Mary. Me llamaba siempre la atención su mano derecha a la cual le faltaba su dedo meñique. Estaba siempre sentada sobre un banquillo de tosca madera, y con la excusa de la venta de unos cigarrillos sueltos, esperaba solícita a que alguien negociara sus favores. ¿Qué habría sido de ella?, pensé. Hacía frío; me subí el cuello del abrigo. Yo continué caminando por aquella calle, ahora ya, con las farolas encendidas. Llegué hasta el que fue el Bar Monreal. Un muro de ladrillo tabicaba lo que había sido puerta y ventanal. Los hermanos Monreal eran amigos míos; Fernando se llamaba el mayor; el pequeño... ¿Javier?... ¡Ya no me acordaba!... ¡Había pasado tanto tiempo! Y luego, frente al bar, la calle de la Libertad. La calle de la Libertad había quedado como oculta a los ojos de los depredadores de símbolos del régimen de una época anterior. Habían desaparecido otros nombres de calles, Cinco de Marzo, Manifestación, Democracia, etc., pero la calle de la Libertad quedó allí escondida, sin que, al parecer, fuese importante para aquellos que no toleraron expresiones de libertad o levantamientos populares. La calle de la Libertad siguió siendo famosa quizás más por los platos cocinados de Casa Pascualillo que por otra cosa.

             Aproximadamente, diez metros más adelante, existía todavía, aunque restaurada, la casa número 11. Allí vivía mi amigo Ernesto y todos los domingos, después de comer, nos reuníamos en el segundo piso de aquella casa, para tomar el café antes de salir. Recordé como en una instantánea, aquella cocina donde estábamos en invierno nosotros dos y su familia: su padre, atento siempre a la retransmisión del partido de fútbol, oído desde un aparato de radio de los de lámparas; su madre, Amparo, ocupada en sus faenas. De vez en cuando, cual moderno Moisés, daba un golpe con el pie en suelo, a la vez que gritaba ¡Agua! Un hilo de agua empezada a caer entonces por su grifo, quizá cuando la vecina del piso de abajo se dignaba cerrar la espita, o había acabado sus quehaceres. Cuando terminábamos de tomar el café, salíamos de su casa: yo, a la cita con una linda muchachita, mi primer amor de adolescente; él, a intentar ver a María Jesús. María Jesús era una corista de la Compañía de Revistas del Maestro Guerrero, que por entonces actuaba en el Teatro Circo, a la sazón instalado en la calle San Miguel, donde ahora se levantaba una Caja de Ahorros. Bajé hacia la calle Alfonso. Antes de llegar, vi que existían todavía los restos de la librería de lance de Inocencio Ruiz. No siempre que la visitábamos era para comprar, algunas veces también para vender y poder terminar de pasar la semana.

             Era ya completamente de noche cuando continué mi camino. La calle estaba, por aquellas fechas, ocupada por las obras de conservación del Pasaje de los Giles. Dos gatos salieron desde un montón de escombros, maullando por quien sabe que enemigo imaginario, y fueron a refugiarse a la casa de enfrente. Allí, hacía años, recordé, existía la Sala de Exposiciones del Casino Mercantil, a la cual, entonces se podía entrar directamente por la Calle Cuatro de Agosto. Yo la visitaba muy a menudo, cuando exponían, Sarroca, Ayneto o Miguel Ángel Albareda, éste último ya murió. Enfilé la calle Blasón Aragonés, en cuya esquina me detuve. Todavía existía una tienda de muñecas. Yo me quedé mirando sus escaparates siempre atestados de paraguas, abanicos y muñecas: Es curioso –pensé– después de tanto tiempo, es la única casa en Zaragoza, que sepa yo, que todavía tiene la famosa muñeca de los años cuarenta: “Marujita Pérez”. Entonces, cuando yo era chico, costaba 200 pesetas, ahora, en 1998, 15.400,-- pesetas. Después, al igual que hacía 40 años, seguí por la calle Blasón Aragonés, al llegar al final... ¡Cuantos recuerdos! Allí, por entonces, estaba el comedor del SEU, y allí terminábamos muchas tardes a dar buena cuenta de sendos bocadillos de anchoas, regados con un vaso de vino tinto; todo ello por 5 pesetas. Recordé las tertulias de arte y los cafés de redacción, donde discutíamos de tantas cosas, mientras nos tomábamos un café que nos costaba 3 pesetas... o acaso... ¿eran dos?... ¡Ya no me acordaba!... ¡Había pasado tanto tiempo! Era un inmenso salón con unos amplios balcones a la Plaza de Sas. Aquel invierno, ya no existían ni los balcones ni la casa; los balcones altos hasta el techo, habían dado paso a unas ventanas bajas, y el amplio salón había desaparecido para dar cobijo a las oficinas de una Compañía de Seguros. Como en una película, había transcurrido ante mí toda una época, toda una historia, ¡toda una vida!

             Pasadas las diez de la noche volví sobre mis pasos, e inicié el camino en sentido contrario. Al llegar nuevamente a la calle Cuatro de Agosto, sentí un escalofrío. Sí, había sentido un escalofrío pero... en el alma. Y comprendí porqué. La calle estaba vacía, sin vida, con ese silencio de cementerio grave donde pocos más que los muertos se sienten a gusto. Cuando yo recordaba, a aquellas mismas horas, había animación; todos los bares y casas de comidas estaban en plena ebullición. Las vendedoras de tabaco todavía seguían en sus puestos; el olor de los fritos envolvía la atmósfera y algún jovenzuelo, movido por la urgencia, buscaba desaforadamente una casa de “mala nota”. Ahora, pocas tiendas, pensé; la mayoría ya no existían; los bares, no cerrados, sino tabicados y las fachadas de sus casas, apuntaladas y curvadas por los años, cual decrépitos ancianos que esperaban el final.

             Y entonces, aquella fría noche, de pronto… volví a verla. Había empezado a caer una chispeante llovizna helada. Algunos de los pocos transeúntes estaban inclinados hacia el suelo atendiendo a alguien, parecía una mujer sentada sobre la acera y refirmada en la pared. Me acerqué. Al principio no la reconocí. Sus rubios cabellos habían dado paso a unas greñas de amarillo blanquinoso y su cara ajada no reflejaba sufrimiento, sino apatía. Estaba refirmada en la misma fachada de entonces. Únicamente que ahora estaba sola, no había la corte de mozalbetes que hacía 40 años, pululaban a su alrededor contentándose con poder observar un generoso escote ya que sus maltrechos ahorros no les permitían para otros desahogos. En aquel momento, desde una ambulancia detenida en la parte ancha de la calle, llegaron dos sanitarios. La reconocieron durante unos instantes y luego, la tendieron sobre una camilla, y al hacerlo el brazo derecho se deslizó hacia el suelo dejando colgando una nervuda mano de cuatro dedos.

             Y aquel frío invierno de 1998, cuando la poca gente se disolvió, miré a mi alrededor y entonces me di cuenta. Sí... ¡el “Tubo” ya no existía! Dejó de existir cuando... ¡Ya no me acordaba!... ¡Había pasado tanto tiempo!



(El anterior relato es parte integrante del volumen I de "AL COMPAS DE LA ILUSION" Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproduccion total o parcial)



LA ANTIGUA NOVIA

© Ramón Marzal
.


                        LA ANTIGUA NOVIA


            Tan pronto como entró en la cafetería la vio. Estaba sola en una mesa junto al ventanal que daba a la calle. Sentada, no se notaba mucho, pero parecía esbelta y de porte elegante. Santiago nunca había entrado en aquel café, ni siquiera pasaba a menudo por allí, sólo cuando iba al Registro. Aquella tarde, había tenido que hacer unas gestiones cerca, y se le ocurrió entrar a tomarse su acostumbrado café. Por lo general, lo hacía en la barra, rápidamente, sin dilaciones, pero en esta ocasión instintivamente se dirigió hacia una mesa libre que había junto a la mujer. A medida que se acercaba tuvo ocasión de verla mejor. Vestía un traje de chaqueta azul oscuro y llevaba el pelo corto de un color castaño claro. Se sentó, dejó el portafolios en otra silla y esperó a que se acercase el camarero; cuando llegó le pidió un café. De soslayo miró a la mujer. Debía de tener algo más de los 50 años, quiso adivinar. Había restos de hermosura que aun conservaba. Ella estaba tomándose un café, y se puso a hojear una revista que llevaba. Por un instante le pareció que le recordaba a alguien, pero no pudo precisar. Se sintió intrigado y tuvo el impulso de volver la cabeza para mirarla directamente, pero se contuvo. Quizá ella se daría cuenta y entonces él, sin duda, se sentiría incómodo. Sin embargo, no paraba de darle vueltas a la cabeza. Volvió a mirar con disimulo. Aquel corte de cara, aquella nariz un poco respingona, pensaba. De repente creyó recordar a Piluca una antigua novia de quien estuvo enamorado a sus 20 años. Sonrió en su interior, y vinieron a su memoria pasajes de aquellos dos años que pasó con ella. Se aventuró a volver la cabeza para mirarla más directamente. La mujer parecía seguir absorta en su lectura. De pronto, ella se volvió y sus miradas se cruzaron durante unos instantes. Santiago se sintió algo azorado y desvió la mirada. Sí, era ella pensó, sin embargo sus ojos no los recordaba así y el cabello, tampoco, pero claro, el cabello ya se sabe, pensó. En aquel momento el teléfono móvil de la mujer sonó y ella contestó.
             Llegó el camarero con el café y Santiago permaneció escuchando, intentando averiguar donde había oído antes aquel timbre de voz. La conversación fue corta, anodina, sin efusión; se notaba que era de trabajo. Por fin, la creyó reconocer, y ya sin tapujos, cuando ella acabó la conversación, se dirigió a la mujer:
             –Disculpe. ¿Piluca?
            La mujer intensificó su mirada, no molesta, pero si intrigada, y él, señalándole con el dedo, insistió.
             –¿Piluca Almenar?
            Entonces la mujer pareció sonreír ligeramente y, tras unos instantes, contestó con cierta vacilación:
             –¡Ajá!
             –Ya veo que no te acuerdas de mí –dijo Santiago ya con más seguridad–. Soy Santi Navarro. Hace muchos años que no nos hemos visto. Entonces, éramos muy buenos amigos.
             –¡Vaya! –exclamó la mujer tras unos instantes de vacilación–. La verdad es que no te hubiera conocido después de todos estos años. Aunque, ahora que me fijo, no has cambiado mucho.
             –Tú, en cambio, si que has cambiado, a mejor por supuesto.
             –Gracias por el cumplido –dijo ella halagada.
             –Al principio, ¿sabes?, cuando te he visto, dudaba. Creo recordar que entonces llevabas el pelo largo y moreno, y los ojos, yo los recordaba de color algo más oscuros –continuó, como intentando recordar viejos tiempos.
             –No te puedes imaginar lo que halaga mi ego femenino saber que me has recordado. Fue una pena que dejásemos de vernos.
             –Permíteme que te recuerde que fuiste tú quien cortó –dijo él como con reproche aunque sin rencor, y continuó. –No crees que debiéramos sincerarnos y reconocer que fuimos algo más que buenos amigos–. Y la miró a los ojos esperando ver la reacción de la mujer.
             Ella se sonrojó levemente. Luego como abstraída dijo:
             –¿Cuántos años tenía yo entonces?
             –Veintitrés, creo recordar.
             –Ha pasado mucho tiempo –dijo ella, y Santiago creyó notar cierta nostalgia en sus palabras.
             –Sí. Más de 30 años.
             –Fíjate. Posiblemente, ninguno de los dos sabía lo que hacíamos.
             –¿Esperas a alguien?
             –No, estoy sola.
             –¿Te importa que me ponga ahí? –preguntó él señalando su mesa.
             –Por favor –dijo ella con un signo de invitación.
             El hombre se levantó, y cambió de mesa su servicio del café. Luego se colocó en una silla enfrente a ella.
             Santiago estaba haciendo un gran esfuerzo para recordar, después de tantos años, su relación con Piluca, como la llamaba él. Sufrió enormemente cuando ella le dejó, y, después, él no hizo ninguna mención de volver a verla. Aun con gran pesar, prefirió dejar cancelado todo definitivamente. En alguna ocasión, había pensado si ella no habría estado esperando alguna reacción por parte de él, o un nuevo intento de volver, pero se sentía muy herido con la ruptura por parte de ella, y su amor propio se lo impidió.
             –Y en cuanto al pelo –continuó la mujer–, tienes razón. Por entonces era más largo y moreno, pero ya sabes con el tiempo, tienes que hacer algo para cambiar de look, y que se note lo menos posible el paso de los años.
             –Pues aunque parezca mentira, sí han pasado. Ya nada es igual –dijo él como con añoranza.
             –Bueno, para ti, no parece que hayan transcurrido. Si acaso, un poco menos de pelo –dijo mirándole la cabeza mientras sonreía-, pero sigues siendo tan agradable como entonces. Yo diría que ahora, con el paso de los años, te encuentro más interesante. Pero cuéntame ¿qué ha sido de ti en todo este tiempo?
             –Poca cosa. Terminé la carrera y tuve ocasión de colocarme con un conocido abogado. Algunos años más tarde, con dos abogados más, compañeros de promoción, montamos bufete propio, y allí estoy desde entonces. No me puedo quejar.
             –¿Te casaste?
             –Sí, tuvimos dos hijos, pero hace unos años mi esposa murió en accidente cuando iba a reunirse conmigo en un Congreso que se celebraba en Madrid. Ahora, estoy solo. Mis hijos están fuera: el mayor trabajando en Valencia y el pequeño, haciendo un Master en Alemania. Yo todavía no me he repuesto del todo, por lo que me encerré en el trabajo, y sigo como puedo.
             –Lo siento muchísimo –dijo ella visiblemente afectada.
             –Y tú ¿te casaste? –quiso saber Santiago.
             –Sí, me casé, pero no me fue nada bien. No tuvimos hijos, y a los diez años terminamos separándonos. Cosas de la vida. Yo al contrario que tú, afortunadamente, me he repuesto totalmente.
             –Tus padres ¿viven todavía? Creo que a tu padre no le caía yo muy bien. No me lo llegaste a presentar, pero él me conocía. Aunque no llegué nunca a saber mucho de tu familia.
             –Mi padre murió hace unos diez años y mi madre el año pasado.
             –Lo siento. ¿Te acuerdas de aquel viaje de fin de curso a París? –quiso recordarle Santiago cambiando de tema.
             –Fue bonito –dijo ella simplemente.
             –La verdad es que aquella noche, cuando me presenté en tu habitación del hotel con mis veladas pretensiones, creo que hice un poco el ridículo, ¿no? Hiciste bien rechazándome –dijo él sonriendo.
             –Pero te portaste como un caballero. Con el tiempo, me alegré de que no hubieses insistido, porque a lo mejor... ¿Tú te arrepientes ahora de algo?
             –Cuando uno es joven, siempre hay algo de lo que arrepentirse. Pero, afortunadamente, de nada nos tuvimos que avergonzar. De todas las maneras eran otros tiempos. Recuerdo cuando íbamos al cine y pedíamos la última fila. Al final, la mayoría de las veces se perdía algún beso furtivo. Tú siempre te enfadabas.
             –Eso pretendía que creyeses –dijo ella divertida.
             –Mira de cuantas cosas me tengo que enterar al cabo de los años.
            Santiago puso su mano encima de la de la mujer, pero al instante la retiró. Ella se dio cuenta de la acción. Sonrió y luego continuó.
             –Éramos jóvenes y ya sabes. Los jóvenes por entonces... ¡Huy! –exclamó mirándose el reloj–. Se me ha hecho muy tarde y debo irme. Si me das tu teléfono, me gustaría llamarte y poder volver a vernos para recordar aquellos años y hablar de nosotros. Creo que entonces lo deberíamos haber hecho más. Pero el tiempo lo dedicábamos a otras cosas –dijo ella sonriendo.
             Santiago, sacó del portafolios una tarjeta y se la tendió cuando la mujer ya se levantaba. Ella la miró, se la guardó en el bolso y le dijo:
             –Seguro que te llamaré, y pronto. Si no te importa.
             –Será un verdadero placer; de verdad. Estaré esperando tu llamada. Me he alegrado mucho de volverte a ver después de tantos años –dijo él levantándose para despedirla.
             Ella le besó en la mejilla y salió de la cafetería.

             Ya en la calle, la mujer tomó un taxi y dio una orden al taxista. Refirmada en el asiento, reflexionó sobre lo sucedido.
             –Es muy agradable y parece sincero -se dijo-, pero cuando le llame, ¿cómo le digo que no soy Piluca y que no le conozco de nada?



(El anterior cuento es parte integrante del volumen II de "AL COMPAS DE LA ILUSION" Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproduccion total o parcial)