viernes, 23 de enero de 2009

EL "TUBO" YA NO EXISTE

© Ramón Marzal




            EL "TUBO" YA NO EXISTE




            Acababa de visitar la cercana sala de exposiciones. Salí a la calle cuando ya anochecía un día de aquel riguroso invierno de 1998 y, antes de volver a casa, decidí caminar a lo largo de la calle Cuatro de Agosto. Hacía muchos años que no transitaba por aquellos lugares. Llegué hasta la intersección de la calle de los Mártires, y me quedé un poco desencantado. Ya no era la misma de cuando yo frecuentaba aquella parte de la ciudad. Hacía más de 40 años, pensé. El ambiente que proporcionaba la angostura del lugar ya no era igual. Incluso, yo diría que había desaparecido el característico olor a calamares fritos y también las vendedoras de tabaco.

             En la esquina de la Calle de los Mártires, por entonces, todavía existía Casa Lac. Miré a través de sus puertas con cristales; no había muchos clientes en aquellas horas. Me pareció que poco había cambiado. Su decoración, todavía tenía el encanto de principios de siglo. En realidad, ahora estaba convertido en un café espectáculo, que sólo abría al mediodía y por las noches. Claro que entonces, cuando yo era niño, lo que más se servían eran desayunos, sobre todo en convites. Aquellas primeras comuniones, donde lo característico era el chocolate, vienés, según el presupuesto, los dos bollos suizos y luego un vaso de leche, de aquellos altos que se servían hacía más de medio siglo y todo ello endulzado con los nostálgicos azucarillos. Me quedé mirando una pequeña tienda que había justamente enfrente; vendían casetes, relojes, pequeñas radios y algunas otras cosas más. Entonces, cuando yo era joven, era un salón de limpiabotas, donde invariablemente todos los domingos, iba a limpiarme los zapatos por cinco pesetas. Junto al salón limpiabotas, estaba el “Plata”, y digo que estaba, porque en aquel invierno de 1998 sólo quedaba de él las puertas tabicadas y el letrero sobre su fachada, como una frase lapidaria “Café Cantante Plata”. ¡Cuántas veces, al pasar, nos quedábamos mirando como podíamos por las rendijas de un tabique de madera colocado delante de la puerta, para que no se viese el espectáculo desde la calle! Allí, al fondo, junto al escenario, había siempre unos vejetes de temperamento sanguíneo, yo diría que siempre los mismos; aplaudían para que las cantantes se subiesen un poco más la falda o que, con un desliz intencionado, dejasen ver un poco más de la cuenta, disimulando después tras un fingido rubor. Cuentan que en las memorias de Trotski, antes de exiliarse éste a Méjico, a su refugio de Cayoacán, pasó por Zaragoza, y comentan que visitó el “Plata”.

            Ahora, ya de noche, continué por la calle Cuatro de Agosto. ¡Venían a mí tal cantidad de recuerdos de aquellos años de adolescente! Pasé junto a lo que habían sido unos billares. Parecióme llegar a mí aún el olor conjunto de los lugares cerrados y la tiza de los tacos, y oí también el ruido del chocar de las bolas de marfil sobre los tapetes verdes, al final de aquella escalera tan empinada. Seguí mi pasear por la calleja; un poco más allá, unos maderos apuntalaban la fachada de la casa de enfrente, justamente a lo que un día fue el Restaurante Casa Tobajas. Luego, la calle se ensanchaba, y allí, en un rincón, como queriendo permanecer en el anonimato, una tiendecita; una ortopedia con un letrero, que por entonces, aún existía, “GOMAS”.

             Y justamente unos metros más adelante, en el vano de una tienda cerrada, recordaba a una muchacha de cabellos rubios, muy joven, parecía, y algo atrevida y pizpireta. Atendía por Lolo Mary. Me llamaba siempre la atención su mano derecha a la cual le faltaba su dedo meñique. Estaba siempre sentada sobre un banquillo de tosca madera, y con la excusa de la venta de unos cigarrillos sueltos, esperaba solícita a que alguien negociara sus favores. ¿Qué habría sido de ella?, pensé. Hacía frío; me subí el cuello del abrigo. Yo continué caminando por aquella calle, ahora ya, con las farolas encendidas. Llegué hasta el que fue el Bar Monreal. Un muro de ladrillo tabicaba lo que había sido puerta y ventanal. Los hermanos Monreal eran amigos míos; Fernando se llamaba el mayor; el pequeño... ¿Javier?... ¡Ya no me acordaba!... ¡Había pasado tanto tiempo! Y luego, frente al bar, la calle de la Libertad. La calle de la Libertad había quedado como oculta a los ojos de los depredadores de símbolos del régimen de una época anterior. Habían desaparecido otros nombres de calles, Cinco de Marzo, Manifestación, Democracia, etc., pero la calle de la Libertad quedó allí escondida, sin que, al parecer, fuese importante para aquellos que no toleraron expresiones de libertad o levantamientos populares. La calle de la Libertad siguió siendo famosa quizás más por los platos cocinados de Casa Pascualillo que por otra cosa.

             Aproximadamente, diez metros más adelante, existía todavía, aunque restaurada, la casa número 11. Allí vivía mi amigo Ernesto y todos los domingos, después de comer, nos reuníamos en el segundo piso de aquella casa, para tomar el café antes de salir. Recordé como en una instantánea, aquella cocina donde estábamos en invierno nosotros dos y su familia: su padre, atento siempre a la retransmisión del partido de fútbol, oído desde un aparato de radio de los de lámparas; su madre, Amparo, ocupada en sus faenas. De vez en cuando, cual moderno Moisés, daba un golpe con el pie en suelo, a la vez que gritaba ¡Agua! Un hilo de agua empezada a caer entonces por su grifo, quizá cuando la vecina del piso de abajo se dignaba cerrar la espita, o había acabado sus quehaceres. Cuando terminábamos de tomar el café, salíamos de su casa: yo, a la cita con una linda muchachita, mi primer amor de adolescente; él, a intentar ver a María Jesús. María Jesús era una corista de la Compañía de Revistas del Maestro Guerrero, que por entonces actuaba en el Teatro Circo, a la sazón instalado en la calle San Miguel, donde ahora se levantaba una Caja de Ahorros. Bajé hacia la calle Alfonso. Antes de llegar, vi que existían todavía los restos de la librería de lance de Inocencio Ruiz. No siempre que la visitábamos era para comprar, algunas veces también para vender y poder terminar de pasar la semana.

             Era ya completamente de noche cuando continué mi camino. La calle estaba, por aquellas fechas, ocupada por las obras de conservación del Pasaje de los Giles. Dos gatos salieron desde un montón de escombros, maullando por quien sabe que enemigo imaginario, y fueron a refugiarse a la casa de enfrente. Allí, hacía años, recordé, existía la Sala de Exposiciones del Casino Mercantil, a la cual, entonces se podía entrar directamente por la Calle Cuatro de Agosto. Yo la visitaba muy a menudo, cuando exponían, Sarroca, Ayneto o Miguel Ángel Albareda, éste último ya murió. Enfilé la calle Blasón Aragonés, en cuya esquina me detuve. Todavía existía una tienda de muñecas. Yo me quedé mirando sus escaparates siempre atestados de paraguas, abanicos y muñecas: Es curioso –pensé– después de tanto tiempo, es la única casa en Zaragoza, que sepa yo, que todavía tiene la famosa muñeca de los años cuarenta: “Marujita Pérez”. Entonces, cuando yo era chico, costaba 200 pesetas, ahora, en 1998, 15.400,-- pesetas. Después, al igual que hacía 40 años, seguí por la calle Blasón Aragonés, al llegar al final... ¡Cuantos recuerdos! Allí, por entonces, estaba el comedor del SEU, y allí terminábamos muchas tardes a dar buena cuenta de sendos bocadillos de anchoas, regados con un vaso de vino tinto; todo ello por 5 pesetas. Recordé las tertulias de arte y los cafés de redacción, donde discutíamos de tantas cosas, mientras nos tomábamos un café que nos costaba 3 pesetas... o acaso... ¿eran dos?... ¡Ya no me acordaba!... ¡Había pasado tanto tiempo! Era un inmenso salón con unos amplios balcones a la Plaza de Sas. Aquel invierno, ya no existían ni los balcones ni la casa; los balcones altos hasta el techo, habían dado paso a unas ventanas bajas, y el amplio salón había desaparecido para dar cobijo a las oficinas de una Compañía de Seguros. Como en una película, había transcurrido ante mí toda una época, toda una historia, ¡toda una vida!

             Pasadas las diez de la noche volví sobre mis pasos, e inicié el camino en sentido contrario. Al llegar nuevamente a la calle Cuatro de Agosto, sentí un escalofrío. Sí, había sentido un escalofrío pero... en el alma. Y comprendí porqué. La calle estaba vacía, sin vida, con ese silencio de cementerio grave donde pocos más que los muertos se sienten a gusto. Cuando yo recordaba, a aquellas mismas horas, había animación; todos los bares y casas de comidas estaban en plena ebullición. Las vendedoras de tabaco todavía seguían en sus puestos; el olor de los fritos envolvía la atmósfera y algún jovenzuelo, movido por la urgencia, buscaba desaforadamente una casa de “mala nota”. Ahora, pocas tiendas, pensé; la mayoría ya no existían; los bares, no cerrados, sino tabicados y las fachadas de sus casas, apuntaladas y curvadas por los años, cual decrépitos ancianos que esperaban el final.

             Y entonces, aquella fría noche, de pronto… volví a verla. Había empezado a caer una chispeante llovizna helada. Algunos de los pocos transeúntes estaban inclinados hacia el suelo atendiendo a alguien, parecía una mujer sentada sobre la acera y refirmada en la pared. Me acerqué. Al principio no la reconocí. Sus rubios cabellos habían dado paso a unas greñas de amarillo blanquinoso y su cara ajada no reflejaba sufrimiento, sino apatía. Estaba refirmada en la misma fachada de entonces. Únicamente que ahora estaba sola, no había la corte de mozalbetes que hacía 40 años, pululaban a su alrededor contentándose con poder observar un generoso escote ya que sus maltrechos ahorros no les permitían para otros desahogos. En aquel momento, desde una ambulancia detenida en la parte ancha de la calle, llegaron dos sanitarios. La reconocieron durante unos instantes y luego, la tendieron sobre una camilla, y al hacerlo el brazo derecho se deslizó hacia el suelo dejando colgando una nervuda mano de cuatro dedos.

             Y aquel frío invierno de 1998, cuando la poca gente se disolvió, miré a mi alrededor y entonces me di cuenta. Sí... ¡el “Tubo” ya no existía! Dejó de existir cuando... ¡Ya no me acordaba!... ¡Había pasado tanto tiempo!



(El anterior relato es parte integrante del volumen I de "AL COMPAS DE LA ILUSION" Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproduccion total o parcial)



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