jueves, 9 de abril de 2009

MIGUELITO

©Ramón Marzal


            Miguelito tenía 4 años cuando sus padres, Don Miguel y Dña. Encarnación, decidieron irse a vivir a un piso viejo de una casa no menos vieja en la parte antigua de la ciudad, detrás de la Catedral. Después de casarse, se habían instalado en casa de la madre de doña Encarnación, y cuando nació el niño, empezaron a pensar en irse a vivir independientes a un piso. Después de hacer serios estudios sobre los ingresos que, como empleado en la oficina de una Compañía de Seguros, recibía Don Miguel, el matrimonio Olmedo se cambió a un tercer piso de una casa en el casco viejo de la ciudad.

            Fueron tiempos heroicos para el joven matrimonio quien, recién acabada la guerra, no tenían otra ilusión que sobrevivir. Disponía la casa de un amplio dormitorio que daba a la calle, con una alcoba donde le habían instalado una cama a Miguelito; un comedor que nunca se usaba; un despacho, sin ventanas a la calle, para D. Miguel y una cocina grande con un cuarto de desahogo también obscuro que hacía las veces de despensa, ropero y cuarto de trabajo, y donde se guardaban infinidad de cachivaches. En aquella cocina grande transcurría la apacible vida de los Olmedo. En un extremo, junto al balcón, había una mesa camilla con sus faldillas de color siena, que en otros tiempos debieron de ser rojas, y bajo aquella mesa, al amparo de las faldillas, Miguelito poseía su "Santa Sanctorum”. Un par de cajones colocados en el lugar donde debía de haber un brasero, albergaban los tebeos y los pocos juguetes de madera y hojalata pintada que disponía el niño: todas sus pertenencias. Allí fueron los primeros contactos de Miguelito con su imaginación y su mundo de fantasía.
            En verano, Doña Encarnación sacaba el cajón de los juguetes al balcón, y al resguardo de un toldo descolorido, se pasaba el niño horas enteras, mientras su madre, en el otro extremo de la cocina, se dedicaba a sus quehaceres. El balcón daba a una callejuela estrecha, frente a lo que era una especie de corral donde la casera del Deán cuidaba algunas gallinas. Don Pablo, el Deán, un sacerdote bastante mayor de generosa papada, se pasaba las horas no ocupadas por su Ministerio, en estar sentado en una quejumbrosa mecedora situada en la solana, desde donde podía ver el balcón de los Olmedo, mientras confeccionaba pelotas con trapos viejos y cuerdas, que luego regalaba a los chicos del barrio.
            Miguelito, desde su situación dominante en el balcón, y al amparo de aquel toldo, se pasaba gran parte de las mañanas cantando con argentina voz, una y otra vez, las canciones que oía a su madre. Debía de hacerlo bastante bien, pues el sacerdote, desde su galería, en más de una ocasión, había comentado con Doña Encarnación que a su debido tiempo, si al niño le gustaba cantar y seguía con aquella voz, deberían ingresarlo interno en la Escolanía de la Catedral, de la que él era Director. A Miguelito no le hacía ninguna gracia y decía que no, pero su madre sonreía, y simplemente decía: –Ya veremos, ya veremos–, y continuaba colgando la reciente colada que desprendía un penetrante olor a lejía.
             La verdad es que Doña Encarnación estaba muy entusiasmada con la sugerencia del Deán, y el niño oía como se lo comentaba a su padre, diciéndole que sería una gran oportunidad, dado que darían estudios al niño y, sobre todo, una manutención que en aquellos años, los Olmedo no estaban muy seguros de poder cubrir tal como las circunstancias requerían.

            Cuando volvieron los fríos, el cajón de los juguetes de Miguelito retornó otra vez a su lugar debajo de la mesa, y en niño de nuevo ocupó el íntimo espacio que le proporcionaban aquellas cortinas que colgaban de la mesa. Sin embargo, la despierta mente de Doña Encarnación había empezado a urdir una sutil trama. Las canciones de tipo popular o coplas que siempre cantaba cuando estaba haciendo las faenas del hogar, se vieron sustituidas, cuando estaba en presencia del niño, por otras de carácter religioso, por lo general las que escuchaba en la Misa dominical, o aquellas que, cuando era niña, le habían enseñado para el mes de Mayo, las monjitas de la Consolación.
            Todos los días, la madre de Miguelito, después de darle el desayuno, permanecía un buen rato con él, empeñada en que aprendiese la letra de las canciones que más tarde entonaba ella y luego hacía que la cantasen juntos. Para el niño era una diversión, más que por aprender las canciones, porque aquello le aseguraba la atención de su afanosa madre.

            La familia Olmedo solía ir los domingos a Misa de 12 en la Catedral, sin embargo, Doña Encarnación, por su cuenta, empezó a frecuentar la Misa de 9, que era cuando cantaba la Escolanía. Al finalizar la misa, se acercaba hasta el coro y, de paso, se dejaba ver por el Deán, al que saludaba con una ligera inclinación de cabeza. Luego, se quedaba hasta que veía salir las dos filas de formalitos niños, vistiendo, al igual que lo haría su Miguelito –imaginaba–, el albo roquete de percal plisado sobre la característica sotana roja.

            Así las cosas, mal que bien, pasó el invierno y llegó la primavera, y con ella la Semana Santa. Los Olmedo, fieles a las tradiciones de la España de aquellos años 40, llevaron al niño a ver la procesión del Domingo de Ramos y la correspondiente bendición de palmas. Para el niño fue una fiesta. Aquella procesión que todo el mundo llamaba “de la borrica”, los ramos de olivo y las palmas. Miguelito llevó una con un gran lazo de raso azul pálido, pero lo que más le entusiasmó eran los dulces que su madrina le había sujetado entre las trenzadas hojas de aquella palma, y la cual terminó llevando Doña Encarnación. Pero cuatro días más tarde todo cambió.

            Miguelito, en la alcoba anexa al dormitorio de sus padres, soñaba con la procesión que había visto unos días antes y, de pronto, empezaron a oírse lejanos y siniestros ruido de tambores. El niño se movió intranquilo en su lecho en medio de apagados quejidos. Su madre entró en la habitación y lo envolvió en una manta; luego tomándolo entre sus brazos lo sacó al balcón. Su padre se había puesto una bata encima del pijama, y estaba también allí. Miguelito miró hacia la calle. Dos hileras de encapuchados, portadores de unos grandes cirios encendidos, se deslizaban por entre la estrecha calleja. Si el niño había tenido alguna señal de sueño, en aquellos momentos, le había desaparecido. Permanecía en silencio acurrucado entre los brazos de su madre y al amparo de la manta que le tapaba. Se cubrió gran parte de la cabeza dejando solamente una ranura entre los pliegues por la que podía ver la calle. Se sintió así más protegido. La tímida y oscilante luz de los cirios proyectaba sobre las paredes de la calleja las fantasmagóricas sombras de los encapuchados, que junto con el humo de las velas embriagaron la atmósfera de la calle. El ruido de los tambores se incrementó, y sólo cesó cuando de oyó una voz grave que pronunció –“Séptima estación”–. De pronto, por la cercana esquina de la calle, y al abrigo de aquel reptil luminoso apareció la silueta de un gran crucifijo. Lo llevaban cuatro encapuchados en una peana encima de los hombros. El Crucificado, al tambalearse al compás de los pasos de sus portadores, daba la sensación de querer desclavarse. El niño contenía la respiración. La atmósfera empalagosa del incienso mezclada con el olor a cera derretida ascendió entre las casas de la calle, y llegó hasta el balcón del tercer piso donde el hijo de los Olmedo, a estas horas, estaba totalmente escondido entre los pliegues de la manta. Hubiese querido gritar, pero los brazos de su solícita madre que le abrazaba le serenaron. Miró hacia abajo. Detrás del Crucificado, que había visto en alguna ocasión en la Catedral, descubrió al Deán vestido con una gran capa, como no lo había visto nunca, iba rodeados de varios encapuchados. El niño se le quedó mirando, le pareció que elevaba la vista hacia donde él estaba, y hasta imaginó que levantaba una mano señalándole, como en un gesto acusativo. En medio de místicos murmullos, pasaron las sinuosas filas de encapuchados y cirios humeantes, luego, en un momento que el niño se atrevió a mirar de nuevo, vio a unos seres cubiertos con vestidos negros y un gran velo del mismo color que les ocultaba el rostro. Arrastraban cadenas en los pies, y junto con el ruido que hacían éstas al chocar contra el adoquinado, se dejaba oír un sordo y lúgubre lamento que le sobrecogió; Miguelito no lo soportó más. Volvió la cabeza rápidamente, abrazóse al cuello de su madre y escondió su cara, al amparo de su seno. Poco a poco, el murmullo de las plegarias, el ruido de los tambores y el arrastrar de las largas cadenas fue decreciendo, hasta que desapareció por el otro extremo de la calle. Las personas que seguían al cortejo fueron dejando atrás el balcón de los Olmedo, luego desaparecieron por completo. Quedó el lugar nuevamente en silencio, cubierto todavía del humo y del aroma dulzón del incienso. Doña Encarnación llevó al niño hasta su cama. Le abrigó, y tras darle un beso en la frente, salió de su alcoba. Miguelito tardó en dormirse, y cuando lo hizo, soñó con encapuchados, sombras siniestras proyectándose en las paredes, ruidos de tambores y cadenas arrastrándose, y hasta le pareció oler en sueños el ambiente que todavía se respiraba en la calle.

            A partir de aquella primavera, ya nunca se oyó la argentina voz de Miguelito cantando en el balcón del tercer piso de una casa vieja detrás de la Catedral.




             El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.

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