miércoles, 11 de marzo de 2009

EL FANTASMA DEL PAZO (2)


© RAMON MARZAL


LEED   ANTES   LA   PRIMERA   PARTE   DE   ESTA   NARRACION   EN   LA   ENTRADA   DEL   DIA   26-2-2009

Ir la Primera Parte



EL FANTASMA DEL PAZO  (2ª PARTE)

            Aquella noche, después de tomar una frugal cena que se había preparado, decidió quedarse al amor de la lumbre de la chimenea. Aunque sabía que aún había whisky en la botella que había encontrado, no quiso abusar, y uso la que había comprado en el colmado. No era de su marca preferida, pero le dio igual. Miró nuevamente el retrato y el escudo de encima de la chimenea, y una vez más comprobó el medallón que llevaba en el bolsillo. No había ninguna duda. Eran exactamente iguales. 

             Recordó que seis meses antes lo había adquirido en un mercado de las Hébridas Exteriores. Un hombre con acento gaélico le había dicho que lo había comprado en el Noroeste de España a una mujer joven que vendía antigüedades celtas, y que le aseguró era original. Como quiera que a Arthur MacLean la cultura celta le había interesado siempre, decidió después de pedirle más datos al hombre, llegarse hasta España e investigar. Por lo visto había llegado al punto exacto de donde provenía el medallón.

             Volvieron a dar las horas en el reloj de pared de la habitación, y entonces le vino a la memoria los acontecimientos de la noche anterior. Pero no habían transcurrido unos minutos cuando creyó oír unos ligeros ruido en el piso de arriba. Prestó más atención y al instante oyó crujir las maderas de la escalera que daba a los áticos. Y entonces la luz se apagó. Todo estaba en completa oscuridad. Únicamente a través de las amplias ventanas de la sala, entraba la luz blanca y precisa de la luna que, aunque vagamente, iluminaba la habitación. Arthur permaneció en el sillón con el brazo en tensión soportando el vaso de whisky. Oyó crujir nuevamente los escalones de la planta de arriba, y desvió la mirada hacia allí; y entonces sucedió. Vio aparecer en la puerta de los áticos que se abría a la galería de la primera planta, la silueta de una mujer esbelta cubierta con una túnica blanca. Caminó a lo largo de la galería y al llegar al centro, se detuvo. Volvió la cara hacia donde estaba el hombre y durante unos instantes se detuvo frente a él como mirándole desde lo alto. Levantó un brazo y le señaló con el dedo, después, con la misma solemnidad que había llegado, se volvió otra vez hacia la puerta que conducían a los áticos y lentamente desapareció. Volvieron a oírse crujir las maderas de la escalera y luego el abrirse y cerrarse una puerta. Después, todo quedó de nuevo en silencio. Durante unos instantes, Arthur permaneció mudo en medio de la oscuridad de la sala sólo amortiguada por la luz de la luna que bañaba la estancia. Tenía la garganta seca a pesar de tener todavía medio vaso de whisky en la mano. Se lo tomó de un trago. En aquel momento la luz volvió y nuevamente todo quedó como estaba hacía unos minutos.

             No lo pensó más y decidió de una vez comprobar aquella especie de visión. Encendió todas las luces del piso superior, cogió el manojo de llaves que tenía sobre la repisa de la chimenea y subió. Los escalones que daban al ático crujieron a su paso. Llegó hasta la primera habitación. Estaba cerrada; la abrió y miró en el interior. Tan sólo unas camas desarmadas que estaban tal como las dejó el día anterior. Volvió a cerrar la habitación y decidió ir a la otra. Intentó abrir con la llave, pero se dio cuenta de que estaba sin cerrar con llave. Entró, pero no pudo ver nada; la luz ahora no funcionaba. Allí ocurría algo, y todo estaba en aquella habitación. Decidió investigar con luz al día siguiente. Salió, cerró la puerta con llave y bajó a la planta baja.

            Permaneció junto a la chimenea. No sabía que pensar. En algún momento creyó que serían imaginaciones suyas, pero no. Aquellos sonidos habían sido reales. Las puertas se habían abierto y cerrado, y los escalones crujieron bajo el peso de alguien, y luego la vio aparecer.

            Pensó que alguien le quería gastar una broma y no quiso dar la sensación de estar asustado, por lo que decidió no contar nada al guarda a la mañana siguiente. Lentamente, dejó en vaso en la repisa, echó un nuevo tronco en la chimenea y subió la escalera camino de su habitación. Cuando hubo entrado cerró la puerta con llave, pero lo pensó mejor y puso una silla haciendo palanca en la manivela. Luego se acostó envuelto en sombríos pensamientos.

            La mañana estaba bastante avanzada cuando al día siguiente se levantó. Había tardado bastante en dormirse, y a la madrugada, había permanecido gran parte en un completo estado de duermevela. Desayunó abundantemente y luego salió al exterior bajo los eucaliptos adonde estaba el coche. Recogió del maletero una linterna grande y entró nuevamente en la casa. Subió directamente hasta la habitación del ático que servía de desván. Abrió una pequeña ventana y una luz clara inundó la habitación. Empezó a mirar por todos los sitios levantando cajas y quitando sábanas que tapaban algunos muebles viejos. No encontró nada de particular que le llamase la atención. Había un montón de cachivaches propios de cualquier desván: una mecedora, una cuna, cajones y estantes con libros. Había, incluso, una jaula y en el fondo, un armario grande. Fue hacia el y lo abrió; estaba casi vacío. Colgaban únicamente unas pocas perchas con prendas pasadas de moda. Ya iba a cerrarlo cuando se le ocurrió correr las perchas hacia un lado para ver el fondo. Le pareció que estaba algo inclinado y cuando apoyó la mano, la madera del fondo cedió un poco por lo que le dio la sensación de que detrás había algo. Corrió del todo las perchas y se fijó en el fondo. Lo empujó y la madera se deslizó hacia atrás dejando ver una pequeña oquedad intramuros que albergaba una escalera de caracol que descendía. A Arthur el corazón le empezó a latir con fuerza. Aquella escalera descendía en medio de la oscuridad. Encendió la linterna y bajó. Al principio, no veía nada luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y con ayuda de la linterna siguió bajando lo que calculó serían unos tres pisos. Por fin, llegó a una especie de sótano. Hizo un barrido con la linterna. No vio más que un túnel natural que tras pocos metros le llevó a una especie de cueva, y se dispuso a inspeccionar el lugar. No parecía haber más que trastos viejos pegados a los muros, pero cuando se acercó más pudo ver todo mejor. Aquellos trastos no era lo que parecían. Había vasos de plata repujada y máscaras de bronce. Vio una figura que era un ciervo, le pareció también de bronce. A un lado, había relieves en piedra y una especie de calderos con figuras en su exterior. En otro lado, un montón de espadas y lanzas; ruedas y una corona de bronce. Su intuición le dijo que eran celtas.

            Se adelantó hasta un pasadizo oscuro y húmedo que había al fondo de la cueva. Le pareció oír voces apagadas e incremento las precauciones. Después de unos pocos metros, el pasadizo doblaba. Se topó con una escalera que ascendía. Subió con precaución; al final podía ver un ligero resplandor. Apagó la linterna y siguió en dirección a la luz. A medida que se acercaba las voces se hacían más claras. Luego reconoció la voz del guarda que hablaba con una mujer que por su voz parecía joven. Entonces se dio cuenta de que estaba detrás de la puerta que había visto junto a la leña apilada cerca de la casa.
            –No podemos tenerlo mucho más tiempo en la casa –decía el guarda al otro lado de la puerta.
            –A la semana que viene tenemos que llevar varias piezas al anticuario, y las tendremos que sacar por la casa –se oyó la voz de la mujer.
            –Si, desde luego no sé por qué Lorenzo nos lo tuvo que enviar sabiendo que teníamos tan cerca un envío.
            –Déjame hacer a mí, padre –volvió a decir a la mujer–. Tendré que ser más convincente con mi actuación.
            –No te arriesgues o lo echaremos todo a perder. 
            –No te preocupes, padre. He cogido gran experiencia después de tanto tiempo. Anoche me pareció verle temblar –la mujer rió.
            Arthur oyó unos golpes en la puerta. Al parecer el guarda estaba acumulando más leños sobre la pila que, de paso, servían para disimular aquella entrada.

            Volvió por donde había llegado. Se quedó mirando todavía las piezas en la cueva, y entonces notó que pisaba algo y se agachó. Era una figurita de bronce de unos 5 cm. Le pareció que era un animal, una especie de jabalí. Se la metió en el bolsillo e inició el ascenso por la escalera de caracol hasta la habitación. Dejó todo como estaba y volvió a cerrar la puerta con llave. Luego bajó hasta la sala y se sirvió un vaso de whisky, esta vez bastante
lleno.
             Empezó a pensar sobre todo aquello; ahora estaba claro. Bajo la casa, había existido algún castro antiguo donde se habían depositado todas aquellas piezas de origen celta. El guarda las había descubierto, y ahora se dedicaba a venderlas por su cuenta. A la vez que impedía que se vendiese el pazo, pues a él no le beneficiaba, ahuyentando a los posibles inquilinos con ayuda de su hija y del mesonero.

            A finales de aquella semana, Arthur había decidido marcharse. No quería verse involucrado en nada de lo que sucedía allí. Fue al pueblo por última vez para comprar algunas cosas y ni siquiera pasó por el mesón. Desde que se había enterado que Lorenzo, el mesonero, también estaba implicado, procuraba no verse con él. Ya cerca del mediodía se fue hacia el pazo, pero a medida que se acercaba, notó algo anormal. Había varios coches aparcados en la entrada junto a la casa del guarda; dos de ellos eran de la Guardia Civil. Por precaución decidió no llegarse hasta allí y metió el coche por un camino estrecho que le dejó directamente ante el acantilado. Simuló estar viendo el mar, pero no quitó la vista de la entrada. Vio salir de la casa al guarda con dos guardias civiles que se metieron en un coche. Luego salió también la hija que se metió en otro coche. Había también tres o cuatro personas parecían civiles que momentos después, tras cerrar la puerta de la casa del guarda, se montaron en dos coches y siguieron a los demás.

            Desde donde estaba, Arthur podía observar toda la escena, e imaginó lo sucedido. Las actividades del guarda y de su hija habían quedado a descubierto por los administradores quienes les habían denunciado. No supo que hacer. Era evidente que él no tenía nada que ver, sin embargo, le preocupó que el guarda no le hubiera hecho ningún contrato, por lo que no podía demostrar que estaba allí alquilado. Podía marcharse en aquel momento, pero tenía cosas en la casa, entre ellas su documentación, que si las encontraban podían demostrar su identidad. Por otra parte, tenía todavía la llave de la casa. Permaneció mucho rato allí durante el cual no vio ninguna actividad en los alrededores. Decidió no entrar. Montó en el coche y se dirigió otra vez hacia en pueblo. Tampoco entró en el mesón. Salvo el mesonero, nadie sabía que él se alojaba en el pazo, así es que deambuló por las callejas. Entró a comprar unos dulces en una panadería y, mientras esperaba, oyó comentar a la panadera con otras clientas lo sucedido, que se había corrido rápidamente por todo el pueblo.
 
            –Mi marido –decía la panadera– ya se imaginaba lo del contrabando.
            –¿Contrabando? –dijo una de las clientas.
            –Sí señora. Contrabando del grande. Antes era tabaco, pero ahora parecer ser que eran drogas. Grandes cantidades de drogas que almacenaban en la casa grande. Por eso iba tan poca gente por allí.
            –¡Qué barbaridad! –dijo otra–. A mí el guarda me parecía bastante raro.
            Cuando le llegó el turno, el inglés pidió unas tortas de bizcocho y salió del establecimiento. No sabía que hacer y decidió perderse por los alrededores en espera de que anocheciese.

            Ya era muy tarde. La noche era clara y una luna ya disminuida iluminada débilmente el entorno cuando Arthur llegó de nuevo con el coche hasta el pazo. Se le ocurrió que podía dejar el coche fuera y entrar a recoger sus cosas, pero lo pensó mejor y dedujo que si alguien lo veía, podía sospechar, y él no tenía nada que ocultar. Decidió obrar con toda la naturalidad, así es que abrió la puerta de pazo, introdujo el coche y lo llevó hasta la casa. No quiso encender ninguna luz y sólo usó la linterna cuando subió hasta la habitación. Metió en unas bolsas lo poco que tenía. Se cercioró de que no quedase nada que pudiese delatar que había estado allí y bajó al piso de abajo. Entró también en la cocina para dejar todo como lo había encontrado y después de haberlo comprobado salió a la sala decidido a marcharse, pero antes quiso tomarse el último vaso de whisky. Se lo sirvió junto a la chimenea que estaba apagada y fría. A la poca luz de la luna que entraba por las grandes ventanas de la sala, miró una vez más el gran retrato de mujer que presidía la pared de la chimenea. Luego dirigió su vista hasta el escudo y, de nuevo, sacó de su bolsillo el medallón. Lo contempló junto con la figurilla del jabalí que había encontrado y que se había guardado. Y entonces ocurrió.
             Al levantar la vista hacia la galería superior que llevada los dormitorios y a los áticos, vio la figura de la mujer de blanco que le observaba desde la altura. Hubiese querido gritarle que se dejase de farsas, que sabía quien era pero algo le contuvo. Sabía que la Guardia Civil se había llevado a la hija del guarda. Algo le hizo permanecer callado. La figura de la mujer era de un blanco traslucido, emitía un ligero resplandor y cosa muy rara, transmitía serenidad. La mujer fue avanzando por la galería, pero en esta ocasión no andaba, parecía como si se estuviese deslizando a lo largo de la tarima. Llegó hasta donde había estado la vez anterior, pero siguió avanzando hasta la escalera, y entonces Arthur la vio bajar de la misma manera, sin mover los pies, como si una especie de ascensor invisible la estuviese descendiendo. Cuando llegó a la planta baja, siguió avanzando hasta donde el hombre estaba y a un metro aproximadamente se detuvo. Arthur pudo comprobar que en esta ocasión algo anormal estaba sucediendo o al menos, algo para lo que no tenía explicación. La figura se aproximó un poco más y le tendió la mano hacia las suyas que todavía tenían el medallón y la figurilla de bronce. Entonces, a pesar de la oscuridad, le vio el rostro luminoso y creyó haberlo visto antes. Parecía como si la mano de la mujer le tocase, pero sólo sintió un frío intenso. La mujer tenía la palma de la mano hacia arriba, como esperando recibir algo y entonces, Arthur se dio cuenta de una cosa: le estaba solicitando lo que tenía entre las manos. Él le tendió los dos objetos y sin saber cómo, pasaron a las manos de la mujer. Ella tomó la figurilla de jabalí y alargó la mano nuevamente hacia él. Una vez más, volvió a sentir aquel frío y entonces la figurilla pasó a la mano de él. La mujer pareció sonreír, dio media vuelta y volvió a marcharse, llevándose el medallón. Subió la escalera de la misma manera y atravesó la galería hasta que desapareció por la puerta que conducía a los áticos. Arthur quedó unos momentos sin moverse, tendida todavía la mano donde la mujer había depositado la figurilla. No llegó a saber nunca los minutos que transcurrieron.

             Le sacaron de su sopor las campanadas del reloj de pared de la sala, y entonces, notó que volvía a la realidad. Sintió algo extraño, tomó la bolsa con sus cosas que había recogido y se dispuso a salir. Antes tomó el último sorbo del whisky y luego fue a dejar el vaso en la repisa, y al hacerlo volvió a mirar el retrato de la mujer. El vaso se desprendió de su mano y se estrelló con estrépito contra el suelo. Encendió la linterna y subió lentamente el haz de rayos hasta la mujer. Su rostro se había transformado. Ahora comunicaba serenidad y sonreía. Entonces vio que la cara era la misma que acaba a de contemplar hacía unos instantes frente a él. La mano derecha ya no estaba a la altura de su garganta; había descendido. Sobre su terso cuello, pendía un medallón con la insignia del sol celta. El hombre dejó el juego de llaves encima de la chimenea y rápidamente marchó del pazo cerrando la puerta desde fuera.

                        * * *
            Cuando terminó su relato, los cuatro ancianos permanecieron callados durante unos momentos. Hacía tiempo que la partida se había suspendido y no se oía el golpear de las fichas sobre el tablero de la mesa. Una monjita se acercó al inglés. 
            –Por fin ha llegado tu pensión –le dijo. 
            En hombre depositó sobre la mesa una especie de figurita de bronce en forma de jabalí que llevaba en la mano y tomó el sobre. Decía: Para Arthur MacLean.




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