miércoles, 17 de junio de 2009

TREN EXPRESO A PARIS

© RAMON MARZAL




            ¡Sí. Yo ya conozco esta historia! –exclamé para mí cuando hube leído el Canto Tercero del poema.

            Un frío seco se había apoderado hacía días de la ciudad, y la gente caminaba deprisa intentando hacer sus últimas compras de Navidad. Una columna de aliento que ascendía desde mi boca se dejaba ver cuando pasaba cerca de algún escaparate iluminado. 
             Mis más de 80 gastados años no me permitían grandes paseos, por lo que casi todas las tardes solía deambular un poco por las calles del centro. A última hora, me tomaba un café, si así podía llamarse a aquel brebaje del que nos valíamos recién acabada la guerra, y luego me marchaba hacia casa. Aquel día, ya a última hora, acerté a pasar por una pequeña librería que había en la calle de San Miguel; y quizá por resguardarme un poco del frío de aquel invierno de 1940, o quizá para demorar algo más la llegada a la soledad de mi casa, decidí entrar. Un agradable calor producido por una estufa de carbón en un extremo de la tienda, me dio la bienvenida. Había algunos clientes desperdigados entre las diversas secciones. Me desprendí de la gruesa bufanda, y sin quitarme los mitones, me puse a mirar por las estanterías. En la sección de poesía, al fondo del establecimiento, cogí un librito que se titulaba “Pequeños Poemas” y, así como al azar, abrí una de sus páginas y empecé a leer. 

«Habiéndome robado el albedrío
Un amor tan infausto como mío 
Ya recobrados la quietud y el seso
  Volvía de París en tren expreso...»

            El librero estaba ocupado en aquellos momentos atendiendo a otros clientes, así es que yo continué leyendo el poema. A medida que iba desgranando aquellos versos, me daba cuenta de que hacía muchos años, cuando yo era un muchacho, había sido testigo de una historia como la que allí se contaba, y mi mente me transportó a aquel duro invierno de 1870. 



* * *



            Por aquellos años, yo vivía en París con mis padres. Mi madre era francesa y mi padre español, este último tenía familia en Zaragoza. Sucedió que un hermano de mi padre murió, y como quisiera que mis padres, por diferentes motivos se veían imposibilitados de ir a visitar a su familia, me enviaron a mí. Así es que, mi padre escribió a sus parientes, y un buen día, ya de noche, me pusieron en un tren expreso que después de un buen número de horas me dejaría directamente en la frontera donde debía enlazar con un vehículo tirado por caballerías para Zaragoza. Busqué mi asiento, y me acomodé como pude junto a la ventanilla de aquel desvencijado vagón con incómodos asientos de madera. Al poco, llegó un hombre de mediana edad, me pareció. Era alto, elegante y cabello negro y vestía bien; se le notaba de posición desahogada. Me pareció como fatigado. Nada más sentarse a mi lado, se cubrió las piernas con una manta zamorana, y se acomodó en el asiento como pudo, dispuesto a pasar la noche.

            Silbó la locomotora y arrancó el tren con un fuerte vaivén que nos hizo cabecear a todos los viajeros. Al poco de salir de la estación, se abrió la puerta del vagón. Una ligera ráfaga de viento helado nos inundó, y entró una joven acompañada de una anciana. Caminaron por el pasillo y llegaron hasta los dos asientos que había libres frente a nosotros. Nos dieron las buenas noches en voz baja, y tras de colocar los bultos en el portaequipajes, se sentaron. La mujer joven, junto a la ventanilla; la mayor, hacia el pasillo. Al hombre que estaba a mi lado se había separado un momento para dejar pasar a la joven hasta su asiento y se la quedó mirando. Yo, en mi rincón junto a la ventanilla frente a la mujer, fingía dormir. Era alta, rubia y delgada. Me pareció muy hermosa, aun para mis jóvenes años, y supongo que para el hombre de mi lado también, pues no dejaba de mirarla.
            En tren empezó a trepidar. Yo no tenía ningún sueño, pero quizá por timidez o desgana, no me apetecía iniciar ninguna conversación, por lo que envuelto en un amplio abrigo, arreglado de uno de mi padre, me acomodé en mi asiento. Refirmé la cabeza en el cristal de la ventanilla y seguí simulando dormir. Con los ojos entreabiertos, miré al exterior. El tren corría ya en una llanura por lo general oscura, sólo iluminada de vez en cuando por una luna que se abría paso entre las nubes. Observé con disimulo a la joven frente a mí que con una expresión triste, miraba por la ventanilla hacia una lejanía negra e imprecisa. Tuvo un acceso de tos ronca, luego volvió la cabeza y se refirmó en el asiento. Se le veía la cara pálida, aunque quizá fuera por la tenue luz del vagón. Me pareció ver unas mal disimuladas ojeras, y en algún momento se secó unos gruesas gotas sudor que perlaban su frente a pesar del frío del vagón. En un momento en que fingí acomodarme, miré al hombre que estaba junto a mí. Seguía sin dejar de observar a la joven. Todos los viajeros parecían dormir en sus incómodos asientos, y cubiertos, los más con abrigos y algunos con sendas mantas, permanecían en silencio. Durante unos instantes la joven cruzó su mirada con el hombre de mi lado y al verle también despierto, quizá por iniciar una conversación intrascendente que hiciese más corto el viaje, oí que le decía con dulzura:
            –¿Sois español?
            –Si, asturiano, de Navia. ¿Y Vd.? –oí que el hombre se interesaba.
            –Yo soy francesa –dijo ella.
            –Por lo que he podido ver, Francia es muy bella. No me importaría vivir aquí.
            –Yo, sin embargo, preferiría España. Necesito su sol y su clima.
            Ella volvió la cabeza hasta el exterior y no dijo nada más. El hombre, al ver la introversión de la mujer permaneció también en silencio y se arregló la manta que cubría sus piernas. A la acompañante de la joven se le escapó un ligero suspiro. Yo a mi vez intenté dormir. Vi pasar rápidos ante la ventanilla los postes del telégrafo e imprecisas luces en la lejanía. En el exterior se oían los lamentos de la locomotora que, al parecer, estaba subiendo alguna pendiente. Vi en el horizonte lejano algunas nubes y una luna indecisa que asomaba tras ellas; luego el humo intenso de la locomotora volvió a cubrirla. Coloqué el cuello de mi abrigo junto a la ventanilla donde estaba apoyada mi cabeza para evitar el frío del cristal. Las luces de una estación pasaron fugaces y se perdieron. 
            Transcurrió largo rato que no llegué a saber si me quedé dormido. Cuando volví a abrir los ojos, vi a mi compañero de viaje que, tras el intento de tener una conversación con la joven, intentaba también dormir. Se revolvió inquieto en su asiento. Ella se levantó y abrió un poco la ventanilla. Un viento gélido inundó el vagón. Alguien de los asientos posteriores protestó y ella volvió a subir la ventanilla. Se sentó de nuevo y dirigiéndose al hombre preguntó:
            –¿Qué hora es?
            –Las tres –dijo el hombre después de mirar su reloj de bolsillo. Ella no dio siquiera las gracias y me pareció que volvía a quedar ensimismada por oscuros pensamientos. Luego, tras unos instantes, cogiéndose los brazos con sus manos, dijo como para ella misma.
            –Hace frío. 
El hombre solícito se despojó de su manta zamorana y se acercó a la joven para colocársela encima de las piernas.
            –Gracias –dijo ella y tras unos instantes se presentó.  
            –Me llamo Constancia
            –Y yo, Ramón. ¿Va muy lejos?
            –Sí, muy lejos –dijo ella distraída.
Volvió a callar y el hombre al verla como abstraída se atrevió a preguntar en voz baja.
            –¿Recuerdos?
            –¿Y Vd.? –dijo ella con tristeza, mirándole mientras jugaba con las borlas verdes y granas de la manta que le había prestado.
            –Yo hace tiempo que huí de los recuerdos.
            –Parece joven para huir de los recuerdos.
            Aunque yo no quería, el suave vaivén del tren en la noche ya adelantada me fue produciendo un sopor, y, por lo visto, debí quedarme dormido.

             Me despertó el trasiego de algunos viajeros que se preparaban para apearse en alguna estación que se presuponía cercana. La joven movió a la anciana que debía de hacer tiempo que se había quedado profundamente dormida. Luego se levantó para coger una bolsa de viaje. Por lo visto las dos mujeres también se bajaban. Vi que el hombre conversaba en voz baja con la joven y ésta, con una ligera sonrisa, algo triste me pareció, le respondía con esa voz queda con que las mujeres hablan de confidencias con sus enamorados. Al parecer habían estado conversando todo el tiempo en que yo estuve dormido. Oí que ella le decía:
            –Tengo que despedirme de alguien, luego, si puedo, volveré a París. Dentro de 15 días estaré de nuevo en esta estación para regresar. Me gustaría tener ocasión de que nos volvamos a ver –dijo ella sin ocultar cierta dosis de tristeza, y tendió su mano hacia el hombre para despedirse.
            El tren aminoró la marcha. Empezaron a verse las débiles luces de gas de la estación y enseguida se detuvo. El hombre bajó la ventanilla y esperó que la mujer estuviese en el andén, luego le tendió la bolsa de viaje. Se oyeron las voces apagadas de la gente en la estación, y el bajar y subir de los vagones. Poco después, el tren iniciaba de nuevo su marcha, y el hombre extendió su mano para saludar a la joven que había quedado con su acompañante en el andén. Cuando ya no la vio, subió la ventanilla, volvió a sentarse y ya no dijo nada en todo el viaje. Yo me volví a quedar semidormido y sólo me desperté cuando llegué a la frontera de España.
Enlacé en la misma aduana con la diligencia que me llevaría a Zaragoza y no volví a acordarme de mis compañeros de viaje.
             Al día siguiente, llegué a casa de mis familiares y permanecí con ellos el resto de aquella semana y la siguiente. Tras el sepelio, mi familia me convenció para que me quedase con ellos algún tiempo y poder ver así la ciudad que yo casi no conocía. Al cabo de unos días, me despedí de los míos, y volví a tomar la diligencia para Francia. Llegué a la frontera con tiempo suficiente para enlazar con el expreso de París, y como quiera que no habían anunciado todavía la salida, entré por unos momentos en la fonda para tomarme un vaso de leche caliente con un azucarillo, y, de paso, protegerme de los rigores de aquel invierno mientras esperaba que anunciasen la salida del expreso a París. Había poca gente en la estación y en esta ocasión en el tren no iban casi viajeros.
             Cuando salí de la fonda, coincidí con aquel hombre alto y de mediana edad con el que había viajado dos semanas antes. Subí al tren y me senté en unos asientos en el centro del vagón. Tenía la experiencia que siempre que abrían la puerta, un aire frío inundaba los primeros asientos. Momentos antes de partir, subió el hombre y se sentó en un asiento cercano al mío. Miró el reloj y se acomodó. El tren salió de la estación a la hora prevista y emprendió su rutinario camino hacia París. Me entretuve observando al hombre que muy a menudo consultaba con su reloj de bolsillo, y miraba por la ventanilla cuando el tren paraba en alguna estación. Su actitud empezó a intrigarme tan sólo por curiosidad y cuando el tren empezó a aminorar la marcha, se puso de pie delante de la ventanilla. Por fin, entró en la estación donde la joven se había bajado la última vez que la vi. Tan pronto como el tren se detuvo, el hombre bajó la ventanilla. Estuvo unos instantes mirando a derecha e izquierda. Sin duda estaba esperando a la joven. El jefe de estación se dispuso a dar la orden de marcha y entonces vi correr a una mujer en el andén hacia la ventanilla abierta. Enseguida reconocí a la acompañante de aquella joven en el viaje de hacía dos semanas antes. Vestía de luto y me llamó la atención que traía lo ojos llorosos. Se acercó a donde estaba el hombre y estuvo hablando con él durante unos instantes sin parar de llorar. Desde donde yo estaba, no oía lo que decían, pero cuando ya el convoy emprendía la marcha, vi que entregaba una carta al hombre. El tren empezó a andar y la mujer permaneció en el andén con la mano extendida hacia el hombre cuando ya se alejaba. Por entonces, yo estaba ya completamente intrigado por lo que estaba sucediendo, y aunque no había oído la conversación, no me había perdido nada de la escena por lo que se incrementó mi interés en la posible historia que había sucedido. El hombre estuvo asomado unos instantes en la ventanilla, luego la cerró. Permaneció todavía un buen rato sentado en su asiento con la mirada ausente y la carta entre las manos que por lo visto no se atrevía a abrir; por fin se decidió. Estuvo leyendo durante un buen rato y luego se levantó y salió al exterior del vagón. Debía de tener frío pues a través del cristal de la puerta le vi subirse el cuello del abrigo. Luego, besó el papel y en determinado momento extendió la mano hacia el exterior, y una carta arrugada pasó rauda delante de mi ventanilla, y se perdió en medio de la inmensidad del paisaje.


* * *



            –Vamos a cerrar señor –oí la voz del librero que se dirigía a mí.
Había pasado el tiempo y no me había dado cuenta. Tomé el librito de los pequeños poemas y caminé hacia el mostrador mientras leía los últimos versos:

  Al poco de venir día por día
  Con mi gran inquietud y poco seso
  Sin alma y como inútil mercancía
  Me volvió hasta París el tren expreso»




            Antes de pagar, miré el título y leí: EL TREN EXPRESO dedicado al celebre escritor D. José de Echegaray de su admirador y amigo. Firmaba un tal   Ramón de Campoamor.



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