sábado, 30 de mayo de 2009

MI SOMBRERO DE PAJA

© Ramón Marzal
Talla de la imagen:  Aram Nikogosyan



            Aquella mañana llegué al Museo a primera hora dispuesto a seguir visitando algunas de las salas que me faltaban. Ya en el segundo piso, y nada más subir la escalera, me llamó la atención una figura de hermosa factura. Era una talla de casi tamaño natural que representaba una maternidad. Una mujer sentada sobre sus piernas Me produjo una gran impresión, sin embargo, había algo que me llamó la atención y que no llegaba a comprender que era. Estuve un gran rato contemplándola; averigüé que en la expresión de su rostro había algo peculiar. Abrazaba un bebé entre los brazos con un ademán de gran ternura y protección, pero en su rostro faltaba la expresión de alegría propia de una madre que se recrea en su hijo. Su rostro parecía lleno de melancolía y casi me pareció ver en él la marca de un gran sufrimiento. Se podía comprobar que la talla era de una excelente técnica, por lo que no dudé que el artista tenía un don especial, y si el rostro de aquella mujer manifestaba cierta expresión de tristeza, era porque así lo había querido expresar el artista. Me acerqué a la leyenda que figuraba en el basamento de la talla. Decía: Talla en madera, Simone Lapierre, 1946 y el título de la obra. Me quedé extrañado. Debía de haber alguna confusión pues no era un título muy apropiado para aquella obra. Así es que abrí el catálogo de las obras del Museo que siempre me acompañaba en mis visitas, y busqué la talla. Comprobé que bajo la fotografía de la obra, figuraba el mismo título y únicamente añadía: Talla cedida por la hermana de la artista. Movido por la curiosidad, me dirigí al guía de la Sala que en aquel momento pasaba por allí.
            –No sé –me dijo–, no es el primero al que llama la atención. Piensan que es un equívoco al colocar la leyenda, pero los especialistas del Museo se han asegurado, y como en el contrato de cesión de la obra por parte de la hermana de la artista figura también ese título, lo han respetado.
            Al salir compré una postal en la tienda del Museo; decía lo mismo. Cuando llegué a casa, la guardé y ya no volví a acordarme más de ella.


            Un año más tarde, mientras paseaba por París entre los “bouquinistes” del Muelle de Voltaire, vi un libro de pequeñas dimensiones escrito en francés y cuyo título me llamó la atención. Era la biografía de Simone Lapierre escrita por su hermana. Lo compré por curiosidad, y aquella misma noche, después de cenar, empecé a leerlo en la habitación del hotel.
            Era una sucinta biografía de la artista, en una autoedición de su hermana. Decía que Simone de Lapierre casó en 1927 con el Conde de Lapierre. No tuvo hijos, y sus últimos años los había dedicado a la talla de figuras. Dotada de una exquisita sensibilidad para las bellas artes, realizó esculturas que hoy estaban representadas en muchos museos de Europa. Murió en 1986 en medio de extrema pobreza ya que el Conde en los últimos años de su vida dilapidó todo su patrimonio.
            Aparte de sus datos biográficos, aquel libro no me decía mucho más, así es que intenté ponerme en contacto con la autora, pero al ser una autoedición sólo podía contactar directamente con la imprenta cuya dirección afortunadamente figuraba en una de la primeras hojas junto con el “copy right”. La imprenta, como era de suponer, se negó a facilitarme su dirección, pero me dijo que podía dirigirle una carta a la autora, y ellos se la harían seguir.
            No tenía mucha confianza, aun así, me decidí a escribirle indicándole que me gustaría saber algo más de su hermana y, sobre todo, de aquella maternidad cuya foto le adjuntaba, y le envié la postal que había adquirido en el museo.
            Con gran sorpresa por mi parte, un mes después, recibí noticias de la autora del libro invitándome a visitarla en su domicilio de París. Una semana más tarde, me recibía en una casa de la Rue Saint Jacques, próxima a la Sorbona.
            La hermana de Simone estuvo encantada de recibirme, máxime cuando le conté lo impresionado que había quedado al ver aquella talla en mi visita al museo.
            –Mi hermana –me dijo– se casó con el Conde de Lapierre, un hombre de excesivo mal carácter y muy posesivo que le hizo la vida más que imposible con sus celos y sus explosiones de ira. Ella hubiese querido tener un hijo, pero él siempre se negaba. Le decía que no sería una buena madre. Mi hermana era creyente y muy religiosa, y su confesor lo único que le pudo decir es que la voluntad de Dios es indiscutible y que ofreciese todo con resignación cristiana.
            La mujer se quedó unos instantes con la mirada ausente, luego pareció volver a la realidad y continuó:
            –La vida de Simone era un infierno. Un día me contó que había pasado por una iglesia y entró a desahogarse con el primer sacerdote que encontró en un confesionario.
            «Es cierto que hay que respetar la voluntad de Dios –le había dicho el sacerdote–, pero ¿cómo sabes que la voluntad de Dios es que sigas sufriendo de esa manera? A los cristianos nos gusta mucho flagelarnos. Mira, hija mía, cuando Jesús iba por los caminos de Nazaret –continuó el sacerdote–, sin duda se cansaba, y la Escritura nos dice que se sentaba al pie de una higuera a descansar junto con sus discípulos. “Venid también vosotros a un lugar tranquilo a descansar un poco”, dice Lucas. No se le ocurría decir –Qué cansado estoy, pero voy a seguir caminando pues tengo que sufrir por mi Padre–. Cuando Jesús viajaba por el desierto, sin duda tenía mucho calor y sufría agotamiento, pero no creo que se le ocurriese seguir sin buscar un poco de sombra. No creo que pensase –¡Qué calor tengo!, pero voy a caminar por allí que hace más sol, pues tengo que sufrir–. Mira, hija, yo no sé si por entonces existirían los sombreros de paja, pero te aseguro que si existían, Cristo, en el desierto, llevaría un sombrero de paja. Con esto quiero decir que hay que aceptar la voluntad de Dios en aquellas cosas que no se pueden evitar, pero para lo demás, hay que buscar una santa solución. Búscate tú también algo para que sigas el camino y puedas llevar la cruz que Dios a puesto en tu vida, pero procura, sin dañar a nadie, protegerte de alguna manera de las inclemencias. Busca algo en tu vida que, sin abandonar tus obligaciones de familia, te llene de ilusión y te permita seguir viviendo».
            Mi hermana me contó que salió muy reconfortada, y que posteriormente, volvió a la iglesia intentando hablar de nuevo con aquel sacerdote. Lo más curioso fue que nadie le supo dar razón, y le aseguraron que aquel confesionario, hacía tiempo que no era usado por nadie ya que el Párroco era el único que confesaba, y lo hacía en el que había junto a la sacristía que le resultaba más cómodo.
            La mujer calló durante unos instantes.
            –¿Tomará una copa de vino? –y sin esperar contestación se levantó y se dirigió hacia un cercano mueble-bar. Sirvió dos copas de oporto, y me entregó una. Luego volvió a sentarse. Suspiró lentamente y continuó:
            –A partir de entonces, empezó con su afición que nunca había podido realizar por dedicarse a su esposo. Le gustaba tallar, y, durante los años siguientes, aquello fue su afición favorita. Ello le permitía, en ciertos momentos, aislarse en el estudio que su esposo había consentido que tuviera en el sótano de la casa. Las tallas se empezaron a vender con facilidad a particulares e, incluso, algunos museos se interesaron por ellas. El Conde era muy jugador, y dilapidó toda su fortuna, así como lo poco que mi hermana conseguía con las tallas. Sólo después de muerta, sus obras adquirieron altas cotizaciones. Por entonces, mi hermana contrajo una enfermedad de laringe que tuvieron que operar, y si bien su vida no corrió peligro, el mal dañó sus cuerdas vocales lo que hizo que perdiese totalmente el habla. Pasaron los años y la economía del matrimonio fue de mal en peor. A la muerte de su esposo, no le quedó más remedio que reconocer que su situación era precaria, y tuvo que vender todo. Los merchantes y acreedores se hicieron cargo de toda su obra artística. Una mañana se presentaron en su estudio y se llevaron las esculturas embaladas en cajas las cuales iban etiquetando cada una con su título. Cuando se fueron a llevar una de ellas, mi hermana, ya sin poder hablar, les hizo señas indicándoles que aquella talla la quería conservar.«¿Qué es?» –le preguntaron. Ella, en la libreta que siempre llevaba para comunicarse con los demás, les escribió algo y se lo entregó. El hombre la miró extrañado y luego etiquetó la caja que dejó aparte. Aquella obra permaneció en casa de mi hermana durante años. Ya al final de su vida, me dijo que era lo único que poseía y que como no tenía descendencia, a su fallecimiento me ocupase yo de darle sepultura y que me dejaba la obra para que pudiese sacar algo para los gastos –la mujer calló unos instantes y luego continuó:
            –A la muerte de Simone, liquidé lo poco que poseía y me traje la talla que no quise vender. Posteriormente me pareció que era una obra que debía estar en un museo y por eso la cedí. Supuse que era un tributo que le debía a ella. Cuando en el museo abrieron la caja, había una “maternidad”, una bellísima talla de una mujer con un bebé en brazos, y en la tapa figuraba el título de la obra. Aunque les extrañó, decidieron conservarlo como voluntad de la artista. El título decía: “Mi sombrero de paja”.



El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.

Publicado en la Revista "La Sirena de Aragón" con fecha abril 2009

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