viernes, 22 de enero de 2010

EL SUSPENSO



            Me sacudí la gabardina tan pronto como entré en el vestíbulo de la Facultad. Era una tarde gris y plomiza del mes de septiembre, y había estado lloviendo todo el día. En la escalera, saludé a algunos amigos a quienes no veía desde los exámenes del mes de junio. Cuando llegué a la segunda planta, algunos compañeros comentaban en voz baja su futura suerte; otros paseaban por los corredores intentando inútilmente repasar algunos apuntes. Flotaba en el ambiente preocupación e incertidumbre.

            Me acerqué al tablón de anuncios donde figuraba la hora del examen de aquella asignatura que no me había presentado el curso anterior, y que me había obligado a estar estudiando durante todo el verano. En el grupo de alumnos que, como yo estaban junto al tablón de anuncios, percibí un perfume característico que me recordaba a alguien en especial. Puse mi mano sobre su hombro. La sonriente cara de Laura se volvió hacia mí. Yo la había conocido siempre sonriente, de buen humor, con unas sonrosadas mejillas que la hacían resaltar más sus ojos claros. Sin embargo, aquel día me parecía distinta, y su causa no me era desconocida. Tenía, como yo, pendiente el examen de Economía Política, entre otros. No había tocado el libro ni los apuntes en todo el curso. Su hoja de estudios, repleta de faltas y no muy buenas notas, no aseguraban en nada el resultado halagüeño del examen.
            –Hola. ¿Cómo te ha ido este verano? –se volvió hacia mí–. El examen es a las cinco y media. ¿Cómo está el ánimo?
            –Pues si te voy a decir la verdad, no me acuerdo de nada de lo que he estudiado. Estoy completamente en blanco –le repuse.
            Cuántas veces había deseado estar junto a la simpática Laura que derrochaba afabilidad. No era muy alta. Llevaba el cabello largo color castaño y tenía los ojos muy claros que cuando te miraban parecía que te taladraba. Yo la había conocido a principios del curso anterior cuando traspasaron su expediente desde la Facultad de León, ya que su padre era funcionario de Correos, y lo habían trasladado. Durante algunos meses habíamos salido juntos, y llegué a apreciarla algo más que lo normal entre compañeros. En el mes de Junio, cuando nos despedimos, quedamos en llamarnos por teléfono en alguna ocasión. Ninguno de los dos lo había hecho. Sin embargo, ahora no había ningún reproche de ninguno de los dos; lo que nos preocupaba era el examen.
            Y llegó la hora. Sonaron gangosas campanadas en el viejo reloj de pared cercano a secretaría. El bedel, un hombre de elevada estatura y agrio carácter, se dirigió con paso vacilante hacia el aula nº 6, e hizo sonar dos fuertes palmadas que incrementaron el estrés del grupo de alumnos que se había congregados en los alrededores.
Fuimos entrando lentamente y en silencio, y nos colocamos en los sitios que se nos indicó. Se nos entregaron unos sobres con los ejercicios, y tras consultar el reloj, el catedrático que presidía el tribunal, dio la orden de empezar.

            Los minutos transcurrían en medio del mayor silencio sólo turbado por el ruido del aguacero, que acababa de empezar, y que pegaba fuertemente en los cristales del aula. Llevábamos unos diez minutos trabajando, cuando de pronto, una bolita de papel que llegó por los aires vino a depositarse sobre mi mesa. Uno de los ayudantes del tribunal se levantó en aquellos instantes y vino hacia mí. Escaso fue el tiempo para ocultar la bolita de papel en el hueco de la mano y seguir escribiendo. Creí que me había visto, pero afortunadamente no fue así. Dio una vuelta hasta el final del aula, finalmente, se sentó de nuevo y continuó corrigiendo unos exámenes de otros cursos.
            Fue entonces cuando desplegué el papelito. Una letra recta, había escrito con letras indecisas –¿Cual es la obra fundamental de Adam Smith?–. No había ningún nombre, pero no importaba de quien era. Todos sabíamos lo que había que hacer en casos así: escribir la respuesta al dorso y enviarla por donde había venido. Después el autor se encargaría de recogerlo. Disimuladamente volví la cabeza, y encontré detrás de mí a Laura. Estaba intentando localizar con disimulo unas hojas de apuntes que llevaba ocultas bajo su traje de chaqueta. Me miró suplicante. Escribí la respuesta en el papel, lo volví a arrugar y mediante un brusco movimiento lo envié a la mesa de atrás. Vi como Laura la recogía y continué con mi ejercicio.
             No fue ésta la única vez que el extraño mensajero voló sobre mi mesa, y siempre volvió a su origen con la respectiva respuesta.
            Pasó el tiempo más rápido de lo que hubiese querido la mayoría. Había ya terminado cuando con dos palmadas el catedrático dio por concluido el examen y empezó a recoger los ejercicios. Firmé y, tras darle el último y rápido repaso, y convencerme de que todo estaba bien, entregué los folios. Recogí mis apuntes y salí del aula que parecía faltar en aire para respirar. A través de los ventanales vi que ya no llovía con tanta intensidad. Cuando me volví, Laura ya se había marchado.
Ya en el corredor la encontré esperándome, y vino enseguida a mi encuentro. 
        –Juanjo, ¿Qué tal te ha ido? –se interesó.
            –Bastante bien. He respondido a todo. ¿Y tú?
            –Algo apuradilla –me respondió–. Gracias por todo –y dibujo en sus labios una más que afectuosa sonrisa.

            Serían cerca de las nueve de la noche cuando salimos de la Facultad. La lluvia había empezado a declinar. Yo estaba tranquilo, pues había contestado a todas las preguntas, y, por otra parte, aquella asignatura no era para mí una de las más difíciles del curso.
Acompañé a Laura hasta su casa. No vivía muy lejos y nos fuimos caminando. Pasamos por los jardines de la Facultad que en aquellas horas se encontraban desiertos y faltos de vida. Una alfombra de hojarasca empezaba a cubrir los suelos. Flotaba en el ambiente un intenso olor de tierra mojada. Una ligera brisa se había levantado y azotaba nuestros rostros. Al amparo del paraguas de Laura, hablamos de nosotros: del curso, de las asignaturas, de las esperanzas y de las ilusiones que teníamos puestas en nuestra carrera. Luego callamos y anduvimos en silencio. No teníamos prisa. Tras unos instantes Laura empezó a hablar del curso anterior.
            –Lo pasábamos bien, ¿verdad? –dijo con nostalgia.
            –Sí –le conteste–. Además, creo que entre tú y yo dejamos algo pendiente.
Ella me miró extrañada.
            –Sí. Si mal no recuerdo teníamos una cita para ir a bailar una tarde, pero como al final del curso todo se precipitó... –le dije.
            A finales del curso, en el mes de mayo, se había producido un ligero incendio en la Facultad, y como consecuencia del mismo algunas aulas quedaron bastante maltrechas. Los exámenes se retrasaron y luego se tuvieron que hacer precipitadamente en pocos días, pues las obras de rehabilitación empezaban para tener todo listo para el curso siguiente. Yo únicamente me iba a presentar de alguna asignatura pues, como estaba trabajando, me matriculaba en asignaturas sueltas. El último día no me pude despedir de ella; lo sentí. Habíamos pasados unos meses muy agradables los dos. Yo me encontraba muy a gusto con Laura y creo que a ella, yo tampoco le era indiferente.
            Seguimos recordando aquellos meses, y cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos frente a su casa. Hubiese querido besarla, pero ni siquiera lo insinué. Fue una despedida afectuosa pero corta.


            A la mañana siguiente me levanté temprano. Estaba desayunando, cuando sonó el teléfono. Era Laura.
            –¡Hola, Juanjo! ¿Cómo estás?
            –¡Hola! ¿Tienes la costumbre de servir de despertador?
            A través del auricular oí que reía de buena gana.
            –No, nada de eso. Es que anoche me llamaron los demás por teléfono. Piensan hacer esta tarde una pequeña fiesta a la que estamos invitados. Me gustaría ir contigo ¿Qué te parece? ¿Tienes algún compromiso?
            –Desde luego que no. Es demasiado pronto para tener ya compromisos. Pero... estoy pensando algo mejor. ¿Por qué no concluimos algo que dejamos sin acabar al final del curso pasado? ¿Quieres venir a bailar esta tarde?
            –¿Adónde iremos? –no era una pregunta; más bien una aceptación.
            –No lo he pensado, pero ¿qué te parece a Rigat?
            –De acuerdo. Pásame a buscar a eso de las seis.
            Colgué el auricular y sentí algo muy especial. «¿No sería que...? Acaso me estaba empezando a enamorar de aquella muchacha. No podía ser. Había estado con ella durante todo el curso anterior, y no me pareció que...» Aparté aquella idea de mi mente.

            A la hora de la comida, me llamó por teléfono un amigo para invitarme a la fiesta de aquella tarde. Decliné la invitación alegando que tenía otro compromiso.
            –¿No vienes? Oye va a venir cierta persona que creo que te interesa. La llamé anoche, y me dijo que no faltaría. Sé que vendrás si adivinas a quien me refiero.
            –Lo siento. No puedo ir. De todas las maneras muchas gracias.
            –De acuerdo, tú te lo pierdes. Pero si te interesa, esa persona es Laura Gral. Bueno si te decides ya sabes donde estaremos, en casa de Luis– y cortó la comunicación.
            Era cerca de las seis de la tarde cuando salí para ir a buscar a Laura a su casa. Me estaba esperando en la puerta. Llevaba una falda recta gris claro y un suéter azul pálido que le sentaba a las mil maravillas. La melena, recogida; e iba muy poco pintada. Noté algo de sombra en los ojos y un ligero toque carmín en los labios. Echamos a andar para salir a la Avenida.
            –¿Sabes que me ha llamado Luis para decirme que no quisiste aceptar la invitación, aun sabiendo que iba a ir yo?
            –Y tú ¿qué le dijiste?
            –Nada. No me dejó casi hablar. Me pidió si podía acompañarme a la salida, y además, me dijo que no tenías mucho interés por mí, ni lo habías tenido nunca.
            –¿Le creíste?
            –Tonto... –repuso melosa. Y cogió la punta de mis dedos.

            En aquella hora no había todavía mucho público en Rigat, por lo que pudimos ponernos una apartada mesita en un rincón bastante íntimo. Pedimos unas coca-colas, nada de alcohol nos habíamos dicho, y dejamos pasar las primeras piezas antes de salir a bailar. No recuerdo sobre que hablamos antes que empezásemos a hacerlo de nosotros. Sí recuerdo que le pasé el brazo por la espalda, la atraje hacia mí, y ella no se retiró. Le dije que después del examen, y antes de empezar el nuevo curso, pensaba ir unos días a Santander. Aquel verano no había estado de vacaciones. Había tenido que trabajar y a la vez estudiar para el examen.
Ella tenía familia allí, e iba bastante a menudo.
            –Creo que hará todavía tiempo de ir al Sardinero ¿Querrías venir conmigo?
            Ella se me quedó mirando suspicaz, y luego me dijo:
            –No sé si podré. Tengo mucho que hacer antes de que empiece el nuevo curso. Me voy a poner las pilas y a matricularme en todas las asignaturas del próximo curso.

            En aquellas horas, la pista ya estaba casi llena. Empezó a sonar la música lenta. La orquesta guardaba esa clase de piezas para la hora que empezaban a llegar las parejas. Salimos a bailar. Yo la única música que oía salía de mi interior, por lo que dudo mucho pudiera llevar el compás; claro que aquello no me hacía falta. Me encontraba con Laura, y sentía algo extraño cuando estaba con ella. Me arriesgué; me acerqué y la estreché más. Sentí en mi cara el embriagador perfume tan personal de ella
            –Ven a Santander –le dije en voz queda junto a su oído–. ¿Te acuerdas la última tarde que nos vimos el curso pasado? Me prometiste que...-. Su cara estaba sobre mi hombro, y oí que me decía igualmente en voz baja.
            –¡Calla! ...Me estoy sintiendo presionada... Al igual que mi cintura entre tu brazo.
            –Lo siento –aflojé; no mucho.

            Eran alrededor de la 10 cuando llevé a Laura en su casa. Al terminar la Avenida nos introdujimos por unas calles adyacentes. Noté como Laura me cogía del brazo tímidamente. No pasando su brazo sino cogiendo el mío con su mano. Llegamos a su casa. Cuando ya iba a entrar en el patio me incliné para besarla. Ella interpuso sus dedos entre nuestros labios y me dijo con cierto rubor:
            –Por favor. No lo hagas.
            Me retiré sin soltar su mano. Quedamos para la tarde siguiente ir al cine a la primera sesión y luego pasaríamos a recoger las notas del examen. Empezó a subir la escalera. Yo no solté su mano y nuestros brazos se estiraron. Me miro, bajó los dos peldaños que había subido y se quedó mirándome a los ojos. Luego se acercó, y me dio un beso en la mejilla. Volvió a subir presurosa y le oí cerrar la puerta.

            Al día siguiente, cuando salimos del cine nos acercamos andando hasta la Facultad. Había un buen trecho pero no nos importó. Aún tuvimos que esperar. Nosotros nos evadimos del resto que también estaban esperando las notas. Así, no teníamos que dar ninguna explicación sobre la falta a la fiesta en casa de Luis del día anterior.
            Cerca de las 8 y media sonó un timbre. El bedel tiró el palillo que siempre llevaba entre los dientes y, sin prisa, entró en el aula donde estaba reunido el tribunal. Oíamos algunas voces apagadas. En la calle empezó a llover nuevamente. La preocupación volvió de nuevo a la cara de Laura, y yo sonreí para calmarla. Transcurrieron unos minutos y el bedel volvió a salir con la misma calma que había entrado y se dirigió hacia la luz indecisa de una lámpara polvorienta. Enseguida se formó un corro a su alrededor. Luego fue pronunciando el nombre de los examinados, y entregándoles las papeletas.
            –Laura Gral –le oí decir al poco.
            Una mano se extendió por encima de mi hombro y enseguida un grito.
–¡Aprobada!
            La vi irse con otros compañeros. El bedel siguió con la relación, y casi al final...
            –Juan José de Andrés.
            –Traiga –tomé la papeleta con decisión, pero no llegué a sonreír. Sobre la litografía de la papeleta se leía la palabra SUSPENSO. La rompí en trocitos muy pequeños que al caer cubrieron el suelo semejando un blanco sudario. Sin saber porqué, caminé hacia la escalera y empecé a bajarla.
            Laura me adelantó en el primer piso. Intuyó lo que pasaba. Yo quise decir algo pero ella lo evitó poniendo su mano sobre mi boca a la vez que me decía.
            –Lo siento, cariño. No se puede tener todo.
            Los ojos claros de Laura me impidieron hablar, y continué bajando la escalera.
             En la calle, seguía lloviendo, ahora con fuerza. Laura abrió el paraguas y me lo tendió para que lo llevase yo. Entonces pasó su brazo por el mío y apoyó también la otra mano en el paraguas. Su cara quedaba así cerca de mí y su cabeza se apoyó en mi hombro.

            Hablamos poco mientras caminábamos. Nos adelantaron unos compañeros que habían salvado el curso. Yo, sin embargo, tendría que volver a matricularme de aquella asignatura. Eso impediría que pudiera matricularme en más asignaturas ya que con el trabajo no podía hacer todo. Me resultaba muy fatigoso trabajar y estudiar al mismo tiempo.
            Cuando llegamos a su calle me soltó. Tan sólo la tenue luz de unas farolas iluminaba el ambiente. El viento jugaba con las hojas secas de los árboles que empezaban a caer y se acumulaban al pie de los setos de evónimos; el fuerte viento de un otoño prematuro. Tuvimos que sortear un gran charco. Llegamos a su portal, Laura abrió y entró. Yo le seguí; no llevaba paraguas. Cerró el suyo y se me quedó mirando. Acerqué mi rostro a ella que estaba de espaldas a la pared. Y entonces sucedió. Dejó caer el paraguas, y sus brazos se asieron a mi cuello. Luego sus labios buscaron los míos y me besó. Sólo fueron unos instantes que casi no pude saborear. Se soltó de repente y empezó a subir la escalera. Ya en el rellano se volvió.
            –Sabes –me dijo –. Voy a ir a Santander contigo. Cumpliré mi promesa –y subió.

            Salí a la calle. Hacía un sol deslumbrante. Se sentía el aroma de los lirios primaverales que florecían en los parterres. En alguna imprecisa rama de los plátanos, sonó el trino de algunos pájaros que sin duda llamaban a su pareja. Todo era distinto; abundantemente hermoso. Me pareció.




El anterior relato es parte integrante del volumen I de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.


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