viernes, 14 de agosto de 2009

PAULINA

© RAMON MARZAL



                      PAULINA

            El apagado quejido de alguien que lloraba se dejó oír desde los últimos bancos de la cripta. Hacía ya rato que había finalizado la última misa, y el aroma dulzón del incienso se dejaba sentir todavía en el ambiente. Un par de mujeres permanecían en los primeros bancos, absortas en sus rezos o quizá habían entrado para evadirse del ajetreo y del ruido del tráfico del exterior. Volvió a oírse el sollozo, escasamente contenido, de una mujer de mediana edad y rostro congestionado por el llanto que estaba sentada en el último banco. Apoyó los codos en las rodillas y ocultó su cara entre las manos. Durante unos minutos, la mujer se desahogó en silencio intentando llamar la atención lo menos posible. Unos pasos silenciosos se aproximaron a ella por detrás.
            –¿Le ocurre algo, señora? –le susurró alguien.
            La que así hablaba era una mujer algo más joven, vestía con traje de chaqueta y llevaba el pelo recogido.
            –Nada, son cosas mías. Gracias –dijo la primera sin mirarle, y pronto, un nuevo sollozo quedó ahogado entre las manos de la mujer.
            La recién llegada dio la vuelta y se sentó junto a ella a la vez que le ofrecía un pañuelo.
            –Gracias –dijo la primera con voz que más bien parecía un ligero murmullo, mientras usaba el pañuelo–. Muchas gracias –repitió.
            –Mire, señora –dijo la más joven con voz queda–, yo no la conozco de nada y Vd. tampoco me conoce. Cuando salgamos, cada una nos iremos por nuestro lado y, posiblemente, no nos volvamos a ver, pero quizá ahora le vendría bien desahogarse.
            La otra mujer permaneció callada durante un buen rato y la recién llegada hizo ademán de levantarse para irse. Entonces la que estaba llorando le puso la mano sobre la falda en un ademán de retenerla. La más joven permaneció en su sitio, y tras unos instantes, su acompañante pareció serenarse, luego en voz baja como para ella misma, dijo:
            –Siempre creí que me quería.
            –¿Su marido? –dijo la más joven.
–Nunca tuvimos ninguna discusión… No sé que ha pasado.
            –¿La ha maltratado?
            –¡Oh! ¡No! Él no es de esos –exclamó la mujer–. Simplemente que ahora sé que hay alguien.
            Desde el otro lado de cripta se oyó un ligero «Ssss….» imponiendo silencio.
            –Venga –le dijo la más joven con un susurro–. Salgamos al claustro; estaremos más tranquilas.
            Las dos mujeres se levantaron y se dirigieron a la salida. La mayor hizo una leve genuflexión y la otra, simplemente, se santiguó. Luego, por una puerta lateral, tras subir unas escaleras, se encontraron en el claustro.
            Había por allí algunas personas, pues la iglesia, al igual que la cripta, también tenía salida al claustro. En aquellas horas no había misas en la iglesia, pero como el claustro siempre estaba abierto, muchas personas entraban desde la calle, y bajo los arcos ojivales o en los jardines centrales, siempre encontraban un remanso donde poder descansar y evadirse del ruido de la calle. Un sacerdote paseaba por entre los jardines, mientras leía su Breviario.
            Las dos mujeres caminaron hasta un banco junto a un pequeño seto y se sentaron.
            –Me llamo Paulina –dijo la más joven.
            –Yo, Carmen –dijo la mayor mientras se secaban los ojos húmedos. Parecía que se había serenado algo. Después de unos instantes se desahogó:
            –Hace veinte años que estamos juntos, pero no tenemos hijos. Jamás hemos tenido que hacernos ningún reproche, y yo creía que éramos felices. Desde luego, en todos estos años hemos tenido alguna crisis, pero un psicólogo me dijo en cierta ocasión que las crisis en el matrimonio son buenas e, incluso, necesarias. Siempre salimos de ellas, y jamás he tenido ninguna queja de su trato para conmigo. Tampoco creo que él haya tenido ninguna queja de mí. Yo consideraba que éramos un matrimonio normal, con sus altos y sus bajos. Él tiene su carácter, como yo el mío –calló unos instantes para sonarse y luego continuó–. Hace unos meses, empecé a verle algo distante. Los momentos de intimidad, ya sabe, no eran tan frecuentes como antes, pero claro, ya no somos tan jóvenes -pensé-. A mi me parecía feliz. Ahora le veo cada vez más distante, como ausente.
            –Quizá sea una obsesión suya. Si me dice que han sido siempre muy felices y no ha habido nada que haya provocado una crisis.
            –No creo.
            –De todas las maneras, cuando los hombres se hacen mayores ya no sienten las urgencias de jóvenes y, a lo mejor, está pasando una crisis personal debido a su edad.
            –Julián tiene ahora 52 años y yo soy dos años más joven que él. A veces, pienso en una amiga mutua que tenemos, compañera de su trabajo. Mi marido es médico ¿sabe?, cardiólogo, y siempre que los he visto juntos, en el trabajo claro, me ha parecido que tienen mucha confianza.
            –Es lógico. Están todos los días juntos en el trabajo. ¿No serán celos por parte de Vd.?
            –No. Bueno, sí, pero ella no creo que sea. Hace un mes, Julián estuvo en su Congreso en Sevilla y yo empecé a sospechar que estaba con ella. No sé porqué, pero con un excusa tonta llamé a su trabajo y ella estaba aquí en la ciudad. Pero no sé que pensar… ¿Está Vd. casada? –pregunto Carmen tras unos instantes.
            –Lo estuve, pero enviudé hace varios años.
            –¿Está ahora con alguien? Ya sabe…
            Paulina tardó algo en responder, luego dijo como disculpándose.
            –Yo estaba sola…, sí, tengo un amigo, pero no vivimos juntos. No me interesa eso. El tiene su casa y su trabajo y yo el mío. A veces quedamos y … simplemente somos felices. Ahora he quedado con él aquí para irnos a comer juntos.
            –Se nota que es Vd. muy feliz –dijo Carmen–. Yo, hoy, no podré ver a Julián. Me dijo anoche que tenía una operación y ya se sabe Vd., las intervenciones de este tipo a veces de complican, y no se sabe cuando van a acabar.
            –¿Por qué no habla Vd. con su esposo? –dijo Paulina–. Puede aprovechar algún momento que estén juntos y explicarle Vd. sus preocupaciones. Quizá todo se aclare. Ya verá como no es nada de importancia.

            La mujer mayor empezó a sentir que Paulina se encontraba algo violenta, a lo mejor la estaban esperando y quería acabar la conversación. Pensó que las confidencias que le había hecho no importaban demasiado a la otra mujer. Así es que decidió marcharse.
            –Muchas gracias por su compresión, pero supongo que le debo estar entreteniendo mucho –dijo Carmen, mientras se levantaba–. Sí. Creo que hablaré con él, pero ahora me tengo que ir. Me ha sido Vd. de mucha ayuda, de verdad.
            Besó a Paulina que se había levantado también del banco –Gracias –dijo una vez más, y se marchó por la puerta de la cripta.


            Cuando la mujer hubo desaparecido, un hombre de mediana edad, que hasta entonces había permanecido sentado en la penumbra bajo los arcos del claustro y alejado de las dos mujeres, se acercó a Paulina.
            –¿Ocurre algo, cariño?
            –Sí. Tu mujer se ha enterado de lo nuestro.


El anterior relato es parte integrante del volumen II de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.

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