viernes, 26 de diciembre de 2008

L U C A S

(El presente cuento está inscrito en el Registro de Propiedad Intelectual bajo el título genérico de "AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN III". Queda prohibida cualquier reproducción total o parcial)
©: Ramón Marzal






                   L U C A S


            Aquella noche me había despertado en repetidas ocasiones. Creía haber oído ruidos en el jardín, y el instinto me decía que algo anormal ocurría. Me acerqué hasta la puerta que daba al exterior y escuché atento, luego fui hasta el ventanal que comunicaba el salón con el jardín y permanecí en silencio durante un buen rato. No me pareció que hubiese nadie y, sin embargo había oído algo. Esa noche Don Francisco, como le llamada la asistenta, no dormía en casa. Estaba en unos de los muchos viajes de negocios que solía hacer y que a veces se alargaban una o varias semanas. Su esposa, Doña Manuela, ocupaba el dormitorio principal del piso de arriba y la asistenta no había llegado todavía pues iba todas las mañanas a eso de las 10 y se quedaban hasta mitad de la tarde cuando, una vez que había recogido todo y preparado la cena a la señora, se marchaba, no sin antes sacar a la calle la bolsa de la basura que dejaba en el contenedor próximo.
             No me pareció que hubiese nada diferente a otras noches, aun así, me decidí a averiguar si todo estaba bien en la planta superior. Subí despacio la escalera de madera que llevaba al dormitorio de Doña Manuela. Procuré no hacer nada de ruido aunque sabía que la alfombra de la escalera amortiguaría los posibles ruidos de mis pisadas. Arriba todo parecía estar bien. Me acerqué hasta el único dormitorio que estaba ocupado. La puerta estaba entornada. Al principio no oí nada, pero había algo en el ambiente que me preocupó. Había un aroma diferente, que había notado en otro sitio y que me era bastante desagradable. Yo no sabía que podía ser, pero la mujer no podía estar en peligro, pues al parecer estaba despierta. Creí oír algún susurro en el interior y estuve un buen rato escuchando tras la puerta. Sólo pude oír la voz clara de Doña Manuela que hablaba en voz baja.
             –No te preocupes. Todavía no ha amanecido y hasta las 10 no viene Lola, la asistenta.
             La otra persona no dijo nada y ambos se revolvieron entre las sabanas. Yo había empujado un poco la puerta con precaución y ahora podía ver casi toda la habitación. No quise entrar, pero me detuve a tiempo de ver como la otra persona se levantaba de la cama. Era la silueta de un hombre de edad mediana. Ahora su aroma se hizo más intenso. Caminó hasta la puerta del lavabo que estaba en la misma habitación y encendió la luz. Al poco, el hombre volvió a salir del baño y caminó de nuevo hacia la cama. Yo retrocedí cuando pasó cerca de la puerta y no pude verle la cara. El hombre volvió a la cama y se abrazó a la mujer que ahora estaba totalmente despierta. Gimió y se abrazó a su acompañante. Me pareció que todo estaba bien y con la misma precaución con que había subido, volví a bajar la escalera hasta la planta baja.

Estuve un buen rato dando vueltas en silencio por la casa. Por fin, me debí de quedar dormido.

             Me despertó el ruido de la puerta de la calle. Era Lola, la asistenta que llegaba. Lola era una mujer joven de unos 30 años que ya era la asistenta de Don Francisco ya cuando viudo, ocupaba su otra casa. Luego, cuando éste se volvió a casar, ella continuó con el nuevo matrimonio ocupándose de casi todo lo concerniente a la casa, ya que la señora, según le había oído yo decir en alguna ocasión a la asistenta, era bastante “desmanotada”. Yo no sabía que quería decir aquella palabra, pero enseguida la asimilé como sinónimo de la esposa de Don Francisco.
             –Buenos días, Lucas –me dijo cuando me vio nada más entrar, y enseguida se puso una bata de trabajo y colocó la cafetera en el fuego.

             Yo no dije nada y por la puerta de la cocina salí al jardín que, por cierto, hacía ya tiempo que lo estaba deseando. Hacía una mañana muy agradable y en aquellas horas el sol todavía no estaba muy alto. Después de dar una vuelta por el amplio jardín de aquel chalet, me fui a tumbar a la sombra de un pino que había cerca de la verja de la entrada. Aquel era mi sitio preferido, pues desde allí podía ver los que venían a la finca y también la ventana del dormitorio de Doña Manuela por la que había empezado a interesarme.
             Poco después del mediodía, llegó Don Francisco a su casa. No se fijó en mí que me encontrada tumbado. Abrí un ojo, lo vi en la puerta y volví a quedarme dormido. A buen seguro que si me hubiera visto me habría dicho:
             –Qué bien vives holgazán –era su frase favorita la mayoría de las veces que me veía.
             Aquel fin de semana, no vi casi al matrimonio. Don Francisco permaneció en su despacho todo el sábado y gran parte del domingo y su esposa, después de asistir a la misa dominical, y hasta la hora del almuerzo, se ocupó de desalojar y volver a colocar unos armarios en la habitación de huéspedes del piso superior. Sólo en una ocasión subí a la habitación donde estaba la mujer. Fui a entrar, pero la mujer, muy airada, me echó:
             –Vete. Déjame, estoy muy ocupada.
             Yo desaparecí de la escena y ya no volvieron a verme en el resto del fin de semana.
             Aquel lunes, muy temprano, Don Francisco volvió a marcharse de viaje. Cogió su cartera de piel y a eso de las seis de la mañana salió de la casa y se dirigió hacia el garaje. Yo quise acercarme.
             –Hola Lucas. Lo siento hoy no estoy de buen humor –me dijo cuando me acerqué a él.
Algún sentido especial me dio a entender que no se encontraba en sus mejores momentos y decidí no importunar. Puso el coche en marcha y abandonó el garaje. Luego, salió por la puerta de la verja que, por cierto, dejó abierta, cosa muy rara en él. Yo aproveché para salir a la calle y me dediqué a dar una vuelta por los alrededores. Empezaban las primeras luces del día, algunas farolas todavía estaban encendidas y había pocos viandantes a aquellas tempranas horas de la mañana. Pasó un camión regando las calles que dejó en el ambiente un ligero olor de hierba mojada. Llegué hasta el final de la urbanización y estuve paseando durante mucho rato. Me sentía libre, pues no estaba acostumbrado a ir solo por la calle; siempre salía con Don Francisco o con Lola; pocas veces con la señora. Me entretuve junto al puesto del churrero y decidí regresar a casa. Ya cerca de la verja de entrada me adelantó el cartero que empezaba su labor por el principio de la calle. Su penetrante aroma se me quedó incrustado en mi nariz y creí haberlo notado antes. Serían cerca de las 10 cuando regresé a casa, pues al poco, llegó Lola que protestó por ver la puerta de la verja abierta de par en par, y se dispuso a cerrarla.
             –Mal le deben de ir las cosas al señor cuando se ha dejado la puerta abierta –le oí decir.
             Yo me adelanté, entré por la puerta de la cocina que estaba abierta y subí a la primera planta. Doña Manuela estaba en su habitación; me pareció que estaba sola, pero aun así noté que hablaba con alguien. Asomé la cabeza por la puerta entreabierta de su dormitorio. La mujer estaba sin vestir tumbada encima de la cama y hablaba por teléfono con alguien.
             –Si, se ha ido al punto de la mañana –le oí decir con voz queda–. Y ya no vendrá hasta el próximo fin de semana. Te esperaré esta noche. No te preocupes, Lola se va a marchar después de comer a ver a su familia en el pueblo, no volverá hasta el próximo jueves. Así es que tendremos cuatro días para nosotros. Te estaré esperando. Dejaré la puerta de la cocina abierta, es más discreta.
             Dejé a la mujer que siguiese hablando y yo me bajé a la planta baja y estuve casi todo el día paseando por jardín y dando una cabezadita a la sombra de un acogedor pino. Si Don Francisco se había marchado hasta mitad de la semana, seguro que yo me podía tomar el descanso sin que nadie me llamara holgazán.
             Al poco vino el repartidor del supermercado. Se acercó a la verja y toco el timbre, luego al verme me dijo:
             –Anda, avisa a Lola.
             No le hice el menor caso, pero en aquel momento vi venir a la asistenta y me fui a mis quehaceres al jardín posterior de la casa y estuve vagando ocioso por allí casi todo el resto del día.
             A media tarde, quizás cuando ya había recogido la cocina, vi a la asistenta, muy arreglada, se disponía a salir. Se llegó a la verja salió y la volvió a cerrar con llave. Como medida de seguridad la verja permanecía cerrada gran parte del día. Yo me acerqué hasta la verja y, desde detrás de los barrotes, me dispuse a ver pasar la gente.

             Serían pasadas de las once de la noche, cuando me fui de los jardines, y después de darme un paseo entre los parterres y comprobar, como hacía todas las noches, que todo estaba en orden, me volví hacia el porche de la casa. Hacía tiempo que había anochecido y en aquel momento vi que una sombra caminaba por el andador de grava. Se acercó a la puerta de verja, la abrió con la llave y se volvió otra vez a la casa donde entró por la puerta de la cocina que dejó también sin cerrar por dentro. Hacía una noche agradable y no me apeteció irme a dormir, así es que permanecí cerca de la puerta principal de la casa. Aun no habían terminado de dar las doce en el reloj de la iglesia cercana, cuando sentí que alguien entraba por la puerta de verja. Me sentí inquieto, pero permanecí inmóvil como una estatua, en las mismas escaleras de la puerta principal, agazapado tras unos tiestos de aspidistra. El recién llegado no lo dudó y se dirigió a la puerta de la cocina. Percibí el aroma del recién llegado cuando éste ya había entrado y cerrado la puerta de la cocina. Era el mismo que había notado por la mañana. No sabía si se trataba de un intruso, así es que di la vuelta al edificio y abrí como pude la puerta del sótano. Me introduje en el interior de la casa, luego subí con mucho sigilo las escaleras, temeroso de que la puerta que daba cerca al cuarto de desahogo estuviese cerrada. Afortunadamente no fue así, por lo que pude salir al pasillo y de allí a las escaleras que daban al primer piso. No vi por ninguna parte al sospechoso que había visto entrar, por lo que deduje estaría en la planta de arriba. Subí con precaución intentado que la alfombra de la escalera no dejase oír el ruido de mis pisadas, y seguí el rastro del aroma que me llevó hasta la habitación de Doña Manuela. Les oír hablar en voz baja y como no me pareció que la mujer corriese ningún peligro, me dispuse a bajar a la cocina y permanecí allí durante un buen rato por si me reclamaba o gritaba, luego me debí de que quedar dormido.
            
             Cerca de las 7 de la mañana creí oír pasos que se aproximaban por el andador y escuche. Me pareció que era Don Francisco que llegaba, pero no había oído el coche. Al poco, la puerta de la cocina que daba al exterior se abrió y apareció la figura del señor que, cosa rara en él, subió al primer piso sin apenas hacer el más ligero ruido. Yo no entiendo las cosas de los señores, pero tuve un presentimiento y esperaba que de un momento a otro se iniciase todo un espectáculo en la primera planta, pero no fue así. Durante unos minutos todo pareció en silencio. Luego volvió a abrirse la puerta de la cocina que daba al pasillo y volvió a entrar Don Francisco. Le noté abatido como cansado. Me vio, se acercó a mí y se sentó en una silla cerca de donde yo estaba.

             –¡Ay Lucas! ¡Qué sabes tú de estas cosas! –me dijo mientras me ponía la mano encima de mi cabeza–. A buen seguro que ni se han acordado de ti.
             Se levantó hasta un armario bajo la encimera. Sacó una bolsa de papel y una escudilla de plástico que llenó con pienso y me la colocó en el suelo.
             –¡Ay, Lucas! –continuó–. Vamos a tomar un poco el aire fresco. Aquí me ahogo. ¡Si tú me pudieras comprender!
             Cogió la correa que estaba colgada detrás de la puerta de la cocina, me la ató al collar y salimos al jardín y luego a la calle. El hombre caminaba cabizbajo y junto a él, yo, no ajeno a lo que le sucedía, meneé el rabo en señal de comprensión.

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(Publicado en la Revista LA SIRENA DE ARAGÓN de Noviembre 2008)



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