jueves, 11 de diciembre de 2008

EL SIQUIATRICO

EL SIQUIATRICO



(El presente relato está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual bajo el tÍtulo genérico de "AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN II".)

Obtuvo el Primer Premio en el "VIII CERTAMEN LITERARIO DE RELATO" de Ibercaja, en Zaragoza.


      Se extrañó tan pronto como entró por la puerta de los jardines. Al contrario de lo que era habitual en aquellas horas, éstos estaban vacíos. Ningún interno estaba paseando por los andadores entre los parterres.

     Aquella mañana, María José llegaba a su turno en el trabajo un poco más tarde de lo normal. En el porche se encontraban solamente un par de internos que se balanceaban sujetos a sus sillas de ruedas y babeaban debido a la medicación. Cuando llegó hasta la puerta del edificio, se encontró con el director del establecimiento que como de costumbre le prestaba un especial cuidado a un rosal trepador de rosas rojas que ascendía por el porche y se desparramaba junto al ventanal de su despacho. Jamás consentía que nadie lo cuidase. Él, personalmente, se ocupaba de podarlo y abonarlo, y únicamente le permitía al jardinero que lo regase cuando lo hacía al resto de los jardines del psiquiátrico, y eso siempre bajo su supervisión.

      –Buenos días Don Felipe –dijo la enfermera cuando pasó junto a él intentando no se diera cuenta que llegaba tarde a su turno.

      –Buenos días señorita. Es tarde –contestó el hombre sin apartar la vista del escardador que estaba empleando.

      María José era una enfermera contratada del Centro Psiquiátrico de la ciudad, y se ocupaba del pabellón de los no agresivos.

      Cuando diez minutos más tarde salió con la bata puesta hacia su lugar de trabajo, se encontró en la entrada con la Hermana María de la Consolación, una de las monjitas de la Comunidad de las Anas a cuyo cargo estaba el establecimiento.

      –¿Por qué no hay nadie fuera en los jardines con el buen día que hace? –dijo la enfermera.

      –El señor Director lo ha prohibido. Parece ser que ha encontrado estropeadas algunas de las plantas de los parterres. Tan pronto como ha llegado y sin verificar siquiera el parte de incidencias de la noche, se ha puesto a arreglar su rosal. Ha prohibido que hoy salgan al jardín, y algunos de los internos están algo alborotados.

      –Pues, buena mañana se nos espera.

      –Debería tener cuidado con Demetrio. Hoy está algo alterado, y no le faltaba más que no poder salir al jardín. Mírelo, por allí viene. Bueno, yo le dejo, es la única que se arregla con él –dijo la religiosa.

      La hermana María de la Consolación marchó hacia la enfermería, pues acababa de llegar el doctor, y María José siguió avanzando por el corredor donde veía llegar hacia ella a Demetrio.

      Demetrio era un enfermo que llevaba mucho tiempo en el psiquiátrico, pues aparte de su alteración síquica tenía una deformación física en los pies que le impedía correr, e incluso al andar lo hacía de una forma muy característica. Doblaba su pie izquierdo hacia afuera casi 90º y el derecho, al no poder doblarlo, lo arrastraba de una forma muy característica. Su cabeza, algo torcida, y su boca siempre entreabierta dejaba al descubierto unos dientes negros y la mayoría podridos. Sin embargo, María José había observado durante meses al hombre, e intuía que en su mente, aunque a veces ausente, había cierta ternura que no podía expresar. Al pasar junto a Demetrio, la enfermera le dijo familiarmente:

      –Buenos días Demetrio –a lo que éste contestó de la forma acostumbrada.

      –¡Putaaa...!

       María José sonrió y siguió su camino hacia la sala del fondo.

      Comprobó que efectivamente, estaban todos bastante alborotados quizás porque no les dejaban salir al jardín, aunque a muchos de ellos no les importaba porque de nada se daban cuenta. Los había algo alterados que no paraban de llamar por su nombre a alguien que debían de llevar en su recuerdo. Había silenciosos con la mirada ausente y su mente perdida en no sé que secretos pensamientos. Se dejaban llevar de un sitio para otro en un continuo ir y venir a través de la sala. Otros, aparentemente serenos, permanecían en una butaca de mimbre dejando transcurrir las horas. Algunos, los menos, conversaban; conversaciones a veces incoherentes. Otros imaginativos, pero parecían felices porque creían realidad las fantasías que en su demencia llegaban a imaginar.

      María José iba de un sitio para otro intentando contestar a las preguntas incoherentes de algunos y a las soeces impertinencias de los menos, pero siempre intentaba ayudar a todos. La señorita María José, como algunos le decían, era apreciada por todos los internos. Muchos de ellos, con disimulo, miraban el reloj de la sala cuando se aproximaba la hora de la entrada del turno de la enfermera. Otros, todas las mañanas, preguntaban constantemente la hora a la monjita o a la auxiliar más cercana. A todos los empleados les extrañaba la obsesiva manía de los internos de aquel pabellón por saber la hora precisamente a principios de la mañana. Les pasaba desapercibido que la hora ya no les importaba cuando María José entraba con su bata blanca saludando a todos en el pabellón.

      Al día siguiente, los internos volvieron a salir al jardín. El Director reunió al personal y les dijo que deberían aumentar su vigilancia para que ningún interno volviera a dañar los parterres que acababa de replantar el jardinero y, mucho menos, aproximarse al rosal trepador de rosas rojas que bordeaba el ventanal de su despacho y al que las monjitas habían bautizado como “El orgullo de Dirección”.

      A principios de la semana siguiente, los jardines volvieron a estar estropeados. La mayoría de las internas lucían en sus bolsillos o en los ojales de sus batas las coloridas begonias que arrancaban sin ningún cuidado. Una enferma que había ingresado hacía solamente unas semanas, y a la que el personal, entre ellos, apodaban “la bizca” por un ligero estrabismo que tenía en el ojo izquierdo, también había cogido su trofeo, y semiocultaba en los bolsillos de su bata las hojas verdes de unos lirios. La mayoría sólo los cogían imitando la acción de algunos de sus compañeros.

      La llegada aquel día del director se recordaría en el siquiátrico por muchos años. Volvió a reunir al personal y les dijo que hasta nueva orden los internos permanecerían en la sala sin salir a los jardines. La Superiora de la Orden quiso hacer entender al director lo problemático de aquella decisión, sobre todo en aquella época del año.

      –No intente convencerme, Madre –fue la adusta y acalorada respuesta–. Hasta nueva orden no se saldrá a los jardines.

      Y marchó para comprobar una vez más, que su rosal no hubiera sido tocado. Afortunadamente no pareció que hubiese sufrido daño alguno. Don Felipe quiso entender que el rosal no había sido dañado porque los internos sabían que era su preferido, y lo duro que podría ser el señor director si lo estropeaban. En realidad, no había sido tocado porque las espinas rodeaban a las rosas.

      María José se las arreglo para que de nuevo, durante su turno, pudiera haber calma en todo el pabellón. Demetrio estaba empeñado en verter por el suelo todo el agua sobrante de aquel vaso de plástico que les daban.

      –Demetrio, cariño, ¿por qué tiras el agua? –le decía María José, a lo que él impertérrito, siempre contestaba lo mismo –¡Putaaa...!

      –Bueno, toma un poco más y me llevaré el vaso. Cuándo quiera más, me lo dices–.

      Y solícita, le volvió a llenar hasta la mitad el vaso, y enseguida se lo quitó antes que, de nuevo, vertiese el agua sobrante.

      Dos días después, y ante los problemas que no paraban de surgir en el pabellón, el Director levantó la prohibición de salir al exterior, pero dijo al personal que tendrían que salir por turnos para poder controlarlos mejor.

      Una mañana, María José estaba atendiendo a un interno que debía ir a la enfermería cuando la hermana María de la Consolación le comunicó que el Director quería verla en su despacho.

      Media hora más tarde cuando volvió a salir todo era diferente. El Director le había comunicado que había finalizado su contrato de trabajo, pues la enfermera a la que estaba sustituyendo en la baja por maternidad se incorporaba de nuevo. María José cesaría a partir de primeros de mes, le dijo, eso sí, después del característico “Muy agradecidos por sus servicios...” o “Es Vd. muy buena en su trabajo, y si nos vuelve a hacer falta contaremos con Vd.” etc.

      La primera en enterarse fue la Hermana María de la Consolación que pasó la noticia al resto del personal a medida que los veía.

      A los internos nada se les dijo. Por supuesto que algunos de ellos de nada se darían cuenta, pero en la sala de Hermanas sabían que aquello alteraría en gran parte a los internos del pabellón, pues María José había sabido granjearse el afecto e todos. Ella tampoco quiso decir nada, pero a pesar de su prudencia, nadie supo por donde, la noticia se filtró a los más despiertos, y éstos, a su manera, se encargaron de hacérselo saber al resto de los internos.

      Los días que faltaban hasta el final de mes, fecha en que finalizaba el contrato de María José, pasaron rápidos. Los incidentes en el jardín cesaron, y en aquella época del año parecía que, con el correspondiente cuidado del jardinero, los parterres volvieron a todo su esplendor. Incluso “El Orgullo de Dirección” pareció dar más rosas que de costumbre, y desde el despacho del Director se podía contemplar aquel inigualable marco que festonaba el ventanal.

      El último día de su trabajo María José se pasó por el pabellón, e hizo su última inspección, luego fue besando a todos y cada uno de los internos a su cargo, pero no les dijo nada. Sabía que, posiblemente, al día siguiente le echarían en falta pero al cabo de una semana sus desvaídas mentes le habrían olvidado. Pasó a despedirse de las monjitas y del resto de sus compañeras. La Superiora sacó, nadie supo de donde, una botella de jerez y desearon buena suerte a María José. Algunas de sus compañeras, incluida la Hermana María de la Consolación dejaron asomar alguna lágrima.

      Se cambió de ropa y salió para marcharse. Intentó despedirse del Director, pero éste, curiosamente, había tenido que salir a mitad de la mañana, y todavía no había regresado.

      Cuando llegó al jardín se sorprendió. Encontró los parterres completamente destrozados. Pensó, en principio, que el jardinero los estaría renovando pero se podía ver todo completamente arrancado y pisado. Le extrañó, pero siguió su camino por el andador; hasta la puerta de la verja del exterior. Cuando llegó se quedó completamente paralizada. Casi todos los internos de su pabellón se encontraban allí esperándola. Todos llevaban flores en la mano, lilas, begonias, geranios. María José hizo un esfuerzo por ocultar las lágrimas. Abrazó a cado uno de ellos. La “bizca” quizá no había podido coger ninguna, pero en su mano llevaba un abundante matojo de césped, que entrego a la enfermera cuando ésta llegó a ella y la besó. Muchos de los que estaban allí, posiblemente no sabían porqué, simplemente habían sido convencidos por los más despiertos, pero a ella le daba igual.

      María José besó a los últimos y cuando ya iba a salir por la verja oyó un grito a lo lejos. Por el andador de grava llegaba Demetrio corriendo a su manera. Cojeaba y arrastrando como podía su pie derecho, gritaba:

      –¡Puta!, ¡Putaaa!, ¡Puuutaaaa....!

     Llegó hasta la enfermera, ocultaba su mano derecha en la espalda y la mano izquierda sangraba abundantemente, al igual que sus labios y los alrededores de la boca

      –¡Pero cariño! ¿Qué te ha pasado? –dijo ella, e intento limpiarle con su pañuelo la sangre de su rostro. Los profundos ojos de Demetrio se llenaron de lágrimas que al deslizarse por sus mejillas se confundieron con la sangre de sus labios. La enfermera nunca había visto llorar a Demetrio, lo abrazó y lo besó. Él abrió su boca luciendo unos dientes negros y podridos y con un candor como María José nunca había visto, dijo sonriendo:

      –¡Puuutaaaa....!

      Y entonces sacó su mano derecha de detrás de la espalda; estaba también sangrando. Llevaba un enorme ramo de rosas rojas que acababa de arrancar con sus propias manos y a mordiscos del rosal trepador que hasta entonces había sido “El orgullo de Dirección”.


©Ramón Marzal



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