miércoles, 15 de julio de 2009

CARTA A UNA AMIGA MUERTA

© RAMON MARZAL




            Quiero escribirte porque sé que de alguna manera esta carta llegará a su destino, de la misma manera que sé que si te hablo, me estarás escuchando, porque siempre ha creído que aunque se muere, se sigue viviendo y aunque te vayas, sigues estando.

            Para los demás, éramos simplemente amigos, unos buenos amigos, y también nosotros, de alguna manera, queríamos creer eso, pero luego comprendí, y tú lo debes de saber ya, que aquella amistad era algo muy especial; diferente.

            Me empecé a dar cuenta, cuando aquel verano coincidimos en unas vacaciones en el Mediterráneo. Yo acababa de meter en mi camarote las maletas que aquel camarero africano acababa de dejar junto a la puerta. Cuando salí para ir a la cubierta “Entreprise” donde se nos iba a designar el número de la mesa del comedor, tú salías del camarote contiguo; ¿te acuerdas? Habíamos llegado a Atenas en diferente vuelo y nos alojamos en hoteles diferentes. Yo, en el Meridiem; tú, en el Gran Bretaña, creo, muy cerquita, y ambos, por separado, decidimos hacer aquel crucero por el Egeo. Luego resultó que el camarote que en principio iba a ocupar tu amiga, que tuvo que anular el viaje a última hora por haberse accidentado, me lo dieron a mí que estaba en lista de espera en la Agencia de Viajes. Cuando nos vimos, no sé quien de los dos se sintió más sorprendido por aquella extraña circunstancia. Creo que en mis ojos se notó la alegría que me negaba a reconocer cuando te veía; no sé si a ti te ocurría lo mismo. Yo, en principio, iba a viajar solo para tomar datos y anotar sensaciones para poder escribir mi tercer libro de viajes, pero entonces lo olvidé, y cuando nos colocaron a los dos en la misma mesa, supe que no podría hacer mi trabajo como yo quería. –Ya nos veremos– dijimos cuando volvimos a nuestros respectivos camarotes.
Sólo éramos unos amigos que habían coincidido en un viaje, pero yo pensaba en ti cada vez que oía algún ruido en el camarote de al lado que, curiosamente, se comunicaban por una puerta que nunca quise saber si permanecía cerrada por ambos lados. Todos los días escribía mis notas para emplearlas a la vuelta, luego me di cuenta que a medida que pasaban los días, y con ellos las pequeñas singladuras, tú ocupabas la mayoría de mis apuntes.

            Por la noche, después de la cena, en el salón de actos de la cubierta principal, hubo una fiesta de bienvenida. Nos dieron un pequeño índice de las próximas escalas y lo que se iba a visitar durante la travesía. Después, música y baile. Las azafatas se desvivían cada una con los que hablaban su idioma. La que hablaba castellano era pequeñita. ¿Recuerdas qué graciosa era? Hizo una errónea interpretación de nuestra relación. Tú te sonrojaste y ella se sintió algo azorada cuando le sacamos de su error. Luego todos reímos. Al final, el Capitán nos dio la bienvenida y nos deseó buen viaje. Cuando acabó la fiesta, fiesta que de diferente forma se repetiría todas las noches que duró la travesía, salimos a la cubierta “Promenade”. Recuerdo que era una cálida noche de verano y el Egeo estaba en calma. Se oía una suave música por la megafonía de cubierta, y paseamos callados durante un buen rato. Nunca supe qué ibas pensando. Yo sí recuerdo que te dije: «Crees que alegrarse del mal ajeno, es una falta de caridad» «Sí»–me dijiste–«Bueno pues he de confesar mi falta de caridad –repuse–. Me alegro que tu amiga se haya accidentado porque si no, yo no estaría ahora contigo» «Tonto» me dijiste y me cogiste del brazo. Rara vez lo habías hecho. Debió de ser la música o la calidez de aquella noche ante las costas de Mikonos. Ahora, después de tantos años, se me presenta ante mí como una imagen nítida. Me acuerdo como si todo hubiera sucedido ayer.

            Al día siguiente, de acuerdo con las normas de navegación por mar, se efectuó un simulacro de salvamento. Cuando en la cubierta de botes nos vimos enfundados en aquellos salvavidas color naranja, no pudimos contener la risa. Todavía me acuerdo cuando veo las fotos que nos hicieron subiendo a los botes. Tú hiciste un comentario en voz baja que no pude oír. Cuando te pregunté, te reíste y no lo quisiste repetir. ¿Qué dijiste?




            Acabábamos de volver de la excursión a Creta. Yo sabía que aquel día era tu cumpleaños, pero no te quise decir nada. Sin embargo, por la noche durante la velada, me encargué de decirle a la azafata, la pequeñita, que era tu cumpleaños. En mitad de la fiesta, la orquesta paró, y dos o tres azafatas te felicitaron en media docena de idiomas. La orquesta entonces tocó el “Cumpleaños Feliz” y todos los pasajeros la cantaron en una mezcolanza de idiomas. Yo te vi llorar, y recuerdo que me dijiste con cariño «Esto no te lo perdono». Luego te entregué un frasquito pequeño de perfume de nombre francés que te había comprado aquella misma tarde en la cubierta comercial. «Gracias», me dijiste y me besaste en la mejilla. Luego la fiesta continuó y tú permaneciste callada. A la mañana siguiente me dijiste que, emocionada, no habías podido dormir en toda la noche. Yo te oculté que había permanecido despierto hasta la madrugada envuelto en azarosos pensamientos.

            Durante los tres días siguientes bajábamos a tierra por la mañana para hacer la excursión prevista, y luego, en algunos lugares con barcazas, regresábamos al buque. Después de comer nos tumbábamos en las hamacas de cubierta, o íbamos a la sala de cine. Una noche entramos a bailar en aquella sala donde únicamente tocaban piezas lentas y románticas. Yo me sentía muy a gusto contigo. No quiero ya ocultarte que aquella noche deseaba que te quedases en mi camarote. Claro que ahora yo sé que lo sabrás todo, por eso no te quiero mentir. Te deseé aquella noche y todas las demás, pero por entonces tu no sospechabas nada o al menos eso creía yo.

            Fue a la altura de la isla de Santorini cuando el mar se empezó a encrespar. Después de que hubiera vuelto la última barcaza que retornaba a los turistas al barco, el estado del mar empeoró. Yo, a la hora de la cena, te estuve esperando en el comedor. Cuando terminó, me empecé a preocupar y me llegué hasta tu camarote. Recuerdo que me abriste la puerta agarrándote como podías y con la cara del color de la cera. El doctor del barco te había puesto un pequeño parche contra el mareo detrás de la oreja, pero aun así, no me dio la sensación de que te hubiera hecho mucho efecto. Nos sentamos en la cama y te abrazaste a mí, estabas muy mareada. Intenté hablarte de todo para distraerte, ya no me acuerdo cuantas cosas te conté, luego me quedé contigo toda la noche. El mar empezó a calmarse y creo que por fin nos dormimos ya a la madrugada. No fuimos a desayunar. Cuando salimos a mitad de mañana nos tomamos un café en la cafetería de a bordo y nos sentamos en los sillones junto a la piscina. No había casi viajeros en cubierta; estaban en la excursión de Patmos.



            Cuando dos días después desembarcamos en El Pireo, volvimos a Atenas para tomar el avión de regreso a Madrid: yo lo haría aquella misma tarde, tú aún tardarías unos días más. Tenías todavía que hacer un viaje programado hasta Meteora. Recuerdo que en la puerta del hotel cuando yo iba a subir al autocar que me llevaba al aeropuerto me acerqué a ti para despedirme; me sentí triste por dejarte y te besé; sin embargo, yo no sabía que aquella sería la última vez. Había empezado a sentir por ti algo más que amistad. Me sentía enamorado de ti, pero no tuve valor para confesártelo. Posiblemente tú no te diste cuenta y yo volví a España teniendo la sensación de que todo había acabado. Nos hablamos una o dos veces más por teléfono, seguramente tú esperabas algo más de mí y yo no tuve valor para comprometerme, y un buen día desapareciste. Ninguno de nuestros amigos sabía donde estabas. Yo pregunté en tu trabajo y me dijeron que lo habías dejado; te habían ofrecido algo mejor en otra ciudad.

            Estuve esperando tu llamada muchos meses y luego, poco a poco, algo empezó a desvanecerse dentro de mí. Dejó de ser tan nítido el recuerdo de aquel viaje, y cuando al cabo de seis años creía que no significabas ya nada para mí, un buen día me llamaste por teléfono. Acababas de llegar a la ciudad y quedamos en una cafetería «¿Por qué lo hiciste?», «¿Qué te ha sucedido?» –te pregunte pero estabas muy hermosa y no tenía ningún reproche que hacerte. Estuvimos un buen rato hablando. Nunca me dijiste donde vivías o que era de tu vida. Si recuerdo que me dijiste que estabas trabajando, pero nada más pude saber de ti. Sólo, casi al final, dijiste algo que por entonces no pude entender muy bien. «¿Si algún día te pido algo, lo harías por mí?» –me quedé extrañado– «Tú sabes que sí», «¿Necesitas algo?» « No –me dijiste– pero sé que tienes una empresa grande, y algún día puedo necesitar que te encargues de alguien» «Por supuesto ¿Quién es?» –te pregunté– «Nadie por el momento, sólo quería saber si podía contar contigo» «Te lo prometo. Cuando me necesites dímelo, sabes que puedes contar conmigo». Aquella fue la última vez que te vi. Yo empecé a pensar que te habrías casado y quizá tu marido estuviese apurado con el trabajo, pero no te quise preguntar nada. Tú te debiste de dar cuenta y me aclaraste que no estabas casada. Debí entonces haberte dicho lo mucho que yo, a pesar del tiempo transcurrido, aún te quería, pero la verdad es que, una vez más, me dio miedo. Muchas veces he pensado a que le tenía miedo siempre que quise decirte que te quería. ¿Quizá al compromiso?, no lo sé. En cualquier caso, sé que ha sido la única decisión que no me he atrevido a tomar nunca. Sólo una vez más me llamaste por teléfono. Algo había ocurrido en tu vida que no te atreviste a contarme. Te noté como hundida y que aquella conversación era como una llamada de socorro que me hacías. Y una vez más, fui un cobarde y desperdicié la ocasión. Cuando quise reaccionar, no te pude llamar puesto que desconocía donde estabas ni que hacías. Nunca me lo quisiste decir. Y un día, lo comprendí todo.

            Hace un año recibí tú última carta. Era larga, explicita, aunque luego he comprendido que no me lo contabas todo. Me decías que hacía tiempo, te habían detectado un tumor y que ahora estaba muy adelantado. Los médicos te habían confirmado que no había ninguna esperanza y te habían dado tan sólo unos meses de vida. Posiblemente no me volverías a escribir.
            La verdad es que no sabía que hacer. Lloré en silencio como jamás hubiera pensado que mis ojos pudieran llorar, y una vez más lamenté mi cobardía y mi falta de decisión. Ahora, ya no podía hacer nada, pues seguía sin saber donde estabas. El matasellos de la carta era de Barcelona. Hice infinidad de llamadas y gestiones para localizarte. Hubiese querido estar contigo y poder abrazarte aunque fuese por última vez. Dios es testigo de que digo la verdad y tú, ahora, también lo sabes.

            Me enteré de que habías cambiado de ciudad cuando seis meses más tarde recibí carta de una amiga tuya a quien la habías encargado que me comunicase tu muerte.

            Hasta entonces mi pensamiento se paseaba por tu recuerdo, te soñaba cercana y en mis noches en vela me parecía tenerte junto a mí. A partir de entonces, todo aquello me parecía falso. Ya no había ninguna realidad donde agarrarme. Sentí la angustia de no haber tenido la valentía de amar, y ahora no tener el desahogo de poder llorar. Sentí el vació de los que poseen al completo y no tienen nada. Sentí la amargura de los que creen tener todo y sólo son dueños de su soledad. Te digo todo esto, quizá para desahogarme porque desde donde tú estás, me consta que ya lo sabes. Tu muerte ha hecho la separación inevitable, pero no eterna, pues sé que nos volveremos a encontrar. Pero mientras tanto, mi desconsuelo, y hasta entonces... nada.



P.D.
            Ayer vino a verme una jovencita de unos 18 años. Acababa de llegar a la ciudad, y era tu vivo retrato. Traía una carta tuya que he leído una y otra vez hasta la saciedad. Hoy, para empezar, he dado trabajo en mi empresa a nuestra hija.


El anterior relato es parte integrante del volumen II de AL COMPÁS DE LA ILUSIÓN. Está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual y queda prohibida su reproducción total o parcial.








LA  BUENA  NUEVA

Si os enojais, que no se ponga el sol mientras esteis enojados

        Ef. 4,26